Inmigración
Vendidos por Piezas
Una de las empresas más peligrosas en los Estados Unidos se aprovechó de trabajadores inmigrantes. Después, cuando se hicieron daño o se resistieron, la empresa utilizó las leyes americanas contra ellos.
Hacia el final de la tarde, el olor de la fábrica de pollos de Case Farms en Canton, Ohio, es como una niebla acre, flotando sobre una carretera flanqueada por tiendas baratas y talleres de repuestos de autos. Cuando el tufo está en su punto más intenso, significa que los 180,000 pollos del día han sido sacrificados, drenados de sangre, desplumados y troceados — y es hora para que trabajadores como Osiel López Pérez hagan la limpieza. El 7 de abril de 2015, Osiel se puso unas voluminosas botas de goma y un casco blanco, y usó una manguera de alta presión para lavar las máquinas de acero inoxidable de la fábrica, despojando los restos de grasa, carne, y sangre.
Emigrante guatemalteco, Osiel había cumplido 17 años solo unas semanas antes, demasiado joven para trabajar legalmente en una fábrica. Un año antes, después de que unos pandilleros tirotearan a su madre e intentaran secuestrar a sus hermanas, Osiel había dejado su casa en el pueblo montañoso de Tectitán buscando asilo en los Estados Unidos. Había conseguido el trabajo en Case Farms con un permiso de conducir que daba su nombre como Francisco Sepúlveda, de 28 años. La cara en la foto del documento de identidad era la de su hermano mayor, que no se le parecía en nada, pero nadie preguntó nada.
Osiel esterilizó el enfriador de menudillos de hígado, un aparato parecido a una bañera que enfría las entrañas de pollo con un sistema cíclico de sumersión en agua casi helada, y después buscó una escalera de mano para cerrar la válvula de agua que estaba encima de la máquina. Como era frecuente, Osiel dijo, no había suficientes escaleras para los trabajadores, así que hizo lo que le había enseñado un supervisor: trepó por encima de la máquina, sobre el borde del tanque, y extendió el brazo hacia la válvula. Su pie resbaló; la máquina se encendió automáticamente. Las paletas de la máquina agarraron su pierna izquierda, jalándola y torciéndola hasta que rompió al nivel de la rodilla, y girándola 180 grados hasta que los dedos de sus pies quedaron apoyados en su pelvis. La máquina “literalmente arrancó su pierna izquierda” según los informes médicos, dejando la pierna colgando por un ligamento raído y un trozo de piel de cinco pulgadas. Osiel fue trasladado a toda velocidad a Mercy Medical Center, donde los cirujanos le amputaron la parte inferior de su pierna.
Mientras tanto en la fábrica, los supervisores de Osiel apresuradamente exigieron documentos de identidad a los trabajadores. Técnicamente, Osiel trabajaba para una empresa de limpieza subcontratista que estaba estrechamente afiliada a Case Farms, y de repente el estatus migratorio de los empleados parecía importarles a los jefes. En cuestión de días, Osiel y varios otros—todos indocumentados y por debajo de la edad legal para trabajar — fueron despedidos.
Aunque Case Farms no es un nombre muy conocido, usted probablemente ha comido su pollo. Cada año, la empresa produce casi un billón de libras de pollo para clientes como Kentucky Fried Chicken, Popeye’s y Taco Bell. Boar’s Head vende el pollo de Case Farms como fiambre en los supermercados. Desde 2011, el gobierno estadounidense ha comprado una cantidad de pollo de Case Farms por un valor de casi 17 millones de dólares, en su mayoría para el programa federal de almuerzos escolares.
Las fábricas de Case Farms se encuentran entre los lugares de trabajo más peligrosos en América. Solo en 2015, inspectores federales de seguridad en el lugar de trabajo impusieron casi dos millones de dólares en multas a Case Farms, y en los últimos siete años la empresa ha sido amonestada por 240 infracciones. Esto es más que cualquier otra empresa en la industria de aves de corral con la excepción de Tyson Foods, que tiene por encima de 30 veces más empleados. David Michaels, el exdirector de la Occupational Health and Safety Administration (OSHA, o Administración de Seguridad y Salud Laboral) ha llamado a Case Farms “un lugar de trabajo escandalosamente peligroso.” Cuatro años antes de que Osiel perdiera su pierna, los inspectores de Michaels habían observado a empleados de Case Farms subirse a las máquinas para esterilizarlas y habían advertido a la empresa de que alguien se iba a hacer daño. Solo una semana antes del accidente de Osiel, un inspector notó en un informe que Case Farms se había aprovechado repetidamente de brechas legales y había suministrado información falsa a la agencia gubernamental. “La empresa tiene un historial de 25 años de no cumplir con las normas de seguridad laboral federales,” dijo Michaels.
Case Farms ha construido su negocio mediante el reclutamiento de algunos de los inmigrantes más vulnerables del mundo, gente que aguanta condiciones duras y a veces ilícitas que pocos americanos tolerarían. Cuando estos trabajadores han luchado por sueldos más altos y mejores condiciones, la empresa ha utilizado su estatus migratorio para deshacerse de trabajadores activistas, evitar pagar los costos de lesiones, y suprimir la disidencia. Hace treinta años, el Congreso aprobó una ley de inmigración exigiendo multas y hasta penas de cárcel para empleadores que contrataran a trabajadores no autorizados, pero los empleadores han podido evitar sus responsabilidades gracias a castigos triviales y a una exigencia del cumplimiento débil. Bajo el mandato del Presidente Obama, la agencia de Immigration and Customs Enforcement (ICE, o Vigilancia de Inmigración y Aduanas) se comprometió a no investigar a trabajadores durante disputas laborales. Los defensores de inmigrantes están preocupados de que el Presidente Trump, cuya administración ha convertido a los inmigrantes no-autorizados en un objetivo, vaya a desmantelar aquellos acuerdos, alentando a los empleadores a que sencillamente llamen al ICE en cuanto los obreros se quejen.
Mientras el presidente suscita el temor hacia los inmigrantes y refugiados latinos, pasa por alto el papel que las empresas, especialmente las industrias de aves de corral y envasado de carne, han jugado en traer estos inmigrantes al medio-oeste y sudeste de Estados Unidos. La llegada de estos nuevos residentes a ciudades pequeñas, mayoritariamente blancas y afectadas por el declive industrial, ha fomentado, a su vez, las ansiedades económicas y étnicas que trajeron a Trump a la presidencia. Osiel terminó en Ohio siguiendo a una generación de guatemaltecos de origen indígena que han sido la columna vertebral de la mano de obra de Case Farms desde 1989, cuando un gerente viajó en camioneta hasta los naranjales y campos de tomate alrededor de Indiantown, Florida, y volvió con la primera remesa de refugiados maya contratados por la empresa.
Justo antes de la elección presidencial en noviembre, hice un recorrido de la fábrica de pollos Case Farms en Canton con algunos gerentes. Después de ponernos redecillas y batas de carnicero, entramos en la enorme y refrigerada fábrica que es mantenida a 45 grados para evitar el crecimiento de bacteria. El ruido de las maquinas tapó todo sonido menos los gritos. Miles de pollos crudos se deslizaban zumbando en ganchos sobre nuestras cabezas, cayendo en vertederos, mecánicamente troceados en muslos y patas. Aprendí que un ave, puede pasar de estar cacareando a convertirse en una pieza de pollo para freír en menos de tres horas y encontrarse en tu cubo de bocaditos de pollo o en tu burrito para el almuerzo del día siguiente.
El procesamiento de las aves empieza en los gallineros de granjeros contratados. Durante la noche, cuando los pollos duermen, equipos de cazadores de pollos los acorralan, agarrando cuatro en cada mano y enjaulándolos mientras los pollos picotean y arañan y defecan. Trabajadores del ramo me dijeron que son pagados alrededor de 2.25 dólares por cada 1000 pollos. Dos equipos de nueve cazadores pueden atrapar alrededor de 75,000 pollos por noche.
En la fábrica, los pollos son arrojados en un vertedor que lleva a la zona de “los colgados vivos,” una sala bañada en luz negra, que mantiene tranquilas a las aves. Cada dos segundos, los empleados agarran un pollo y lo cuelgan patas arriba en grilletes. “Esta pieza aquí se llama un frota-pecho,” me dijo Chester Hawk, el fornido gerente de mantenimiento de la planta, señalando con un dedo una almohadilla de plástico. “Les frota el pecho, y les da una sensación tranquilizadora. Tú puedes ver el pájaro avanzando hacia el ‘aturdidor.’ Está muy tranquilo.” Un golpe de pulso eléctrico deja las aves inconscientes antes de entrar en la “sala de matar,” donde una navaja las degüella mientras pasan. La sala se parece al set de una película de horror; la sangre salpicada por todos lados y formando charcos en el suelo. Un trabajador, conocido como “el matador de apoyo,” se ubica en el centro de la sala, golpeteando a los pollos con su cuchillo y cortándoles el cuello si están todavía vivos.
Los pollos decapitados se envían a la sala de “desplumaje,” un recinto sofocante con olor a granja. Aquí las aves muertas son escaldadas en agua caliente antes de que unos dedos mecánicos les arranquen las plumas. En 2014, un grupo de protección de los animales dijo que Case Farms tenía “las peores fábricas de pollo para crueldad hacia animales” después de determinar que dos de las fábricas de la empresa tenían más quebrantamientos de las regulaciones federales de tratamiento humanitario que cualquier otra fábrica de pollos en el país. Los inspectores reportaron que docenas de aves fueron escaldadas vivas o quedaron congeladas en sus jaulas.
En el siguiente paso, los pollos entran en el “departamento de destripamiento,” donde empiezan a parecer menos como animales y más como carne. Un cable extendido encima de nuestras cabezas contiene solo patas de pollo. Los suelos están resbaladizos con agua y sangre, y un canal de aguas desechables, que los trabajadores llaman “el rio,” fluye velozmente a través de la fábrica. Garras mecánicas extraen las entrañas de las aves, y una fila de ganchos se llevan el “paquete de tripas”—los hígados, mollejas, y corazones, con los intestinos colgados como espaguetis fláccidos.
En la parte refrigerada de la fábrica, hay una mesa larga conocida como la línea de “deshuesar.” Después de ser enfriados y aserrados por la mitad con una navaja mecánica, los pollos, menos piernas y muslos, terminan aquí. En este punto, los trabajadores entran en acción. Dos trabajadores agarran los pollos y los ponen sobre conos de hierro como si fueran gorras de invierno con orejeras. Entonces, los pollos son trasladados a puestos donde docenas de cortadores, vestidos con delantales y redecillas y armados con cuchillos, trabajan hombro con hombro, cada uno ejecutando una serie de tajadas rápidas—rebanando alas, quitando pechos, y extrayendo la carne rosada para dedos de pollo.
Los gerentes de Case Farms dijeron que las líneas en Canton procesan alrededor de 35 aves por minuto, pero trabajadores en otras fábricas de Case Farms me dijeron que sus líneas llegan a procesar hasta 45 aves por minuto. En 2015, cortadores de carne, aves y pescado, repitiendo mociones similares más de 15,000 veces al día, sufrieron el síndrome de “túnel carpiano” a una media que era casi 20 veces más alta que trabajadores en otras industrias. La combinación de velocidad, navajas afiladas, y espacios confinados es peligrosa: desde 2010, más de 750 trabajadores en el área de procesamiento han sufrido amputaciones. Case Farms dice que permite descansos para usar el baño en intervalos razonables, pero trabajadores en North Carolina me dijeron que tienen que esperar tanto tiempo que algunos usan pañales. Una mujer me dijo que fue disciplinada por la empresa por dejar la línea de trabajo para ir al baño, aunque estaba embarazada de 7 meses.
Case Farms fue fundada en 1986, cuando Tom Shelton, ya un establecido ejecutivo de la industria de aves, compró una empresa familiar llamada Case Egg & Poultry, cuya fábrica estaba en Winesburg, Ohio. En el mundo de los pintorescos magnates del pollo, como Bo Pilgrim—quien construyó una ostentosa mansión en una zona rural de Texas apodada Cluckingham Palace (Palacio del Cloqueo)—Shelton se destacaba por su bigote pulcro, su corte de pelo al estilo corporativo, y sus maneras suaves. Hijo de un granjero, Shelton estudió tecnología de aves de corral en la Universidad de North Carolina State, donde fue presidente del club de aves de corral y compitió en concursos nacionales en los cuales equipos de aspirantes a profesionales de la industria de aves daban puntuaciones a cadáveres de pollo por sus cualidades y defectos. Perdue Farms le contrató recién graduado de la universidad, y él subió rápidamente de rango, estudiando en el Programa de Gerencia Avanzada de la Escuela de Negocios de Harvard antes de convertirse en presidente de Perdue a la edad de 43 años.
En 1986, el año en que Shelton dimitió de Perdue y lanzó Case Farms, dio el discurso principal en la Feria Internacional de la Industria de las Aves de Corral. Era una época de cambio: nuevos productos del mercado de masa como nuggets, dedos de pollo y alas de búfalo—acompañados por una preocupación creciente por los efectos sobre la salud de la carne roja—habían hecho del pollo un alimento básico en las dietas americanas. Con más mujeres trabajando, las familias ya no tenían tiempo para trocear pollos enteros. Para responder a la demanda creciente, Shelton dijo a su audiencia en la feria, las fábricas de aves tendrían que automatizarse más, y también necesitarían mucha mano de obra.
Shelton era el tipo de gerente que podía recitar detalles de cada paso de la producción, desde la densidad en las jaulas de criar hasta el número de aves procesadas por hora-hombre. Se puso a maximizar la velocidad de las líneas de procesamiento en Case Farms, comprando empresas familiares adicionales e implementando modernas practicas industriales. Hoy, las cuatro fábricas de la empresa—Morganton y Dudley, en North Carolina, y Canton y Winesburg, en Ohio—emplean más de 3000 personas.
Winesburg, la sede de la primera fábrica de Shelton, es una comunidad pequeña en el corazón de la región de los Amish. Aun hoy, no es infrecuente que los conductores de autos tengan que ceder el paso a calesas tiradas por caballos o que uno vea mujeres en vestidos largos y gorras antiguas de regreso a casa cargando sus compras de La Tienda General Whitmer’s. Antes de ser comprada por Shelton, la fábrica había contratado en su mayoría mujeres jóvenes de las comunidad Amish y Menonitas. Pero al expanderse, la empresa dejó de admitir los festivos de los Amish y empezó a contratar fuera de la comunidad insular. “Los patriarcas Amish objetaban en los recién llegados a la ciudad cosas como llevar camisetas adornadas con eslóganes groseros, usar vulgaridades en sus conversaciones, y por “besuquearse” en los estacionamientos,” la empresa alegó más tarde en documentos presentados en una corte federal. Los trabajadores Amish se fueron de Case Farms y, casi enseguida, la compañía tuvo problemas para encontrar gente dispuesta a trabajar bajo tan malas condiciones por poco más que el sueldo mínimo. Se dirigieron primero hacia los residentes de ciudades cercanas del “Cinturón de Oxido,” zonas que habían caído en tiempos duros después del colapso de las industrias de acero y goma. El ritmo de reemplazos fue alto. Entre 25 y 30 de sus 500 empleados se marchaban cada semana.
Buscando a la desesperada trabajadores a finales de la década de los 80 y al principio de los 90, Case Farms envió a reclutadores por todo el país para contratar trabajadores latinos. Muchos de los recién llegados encontraron que las condiciones eran intolerables. En una ocasión, la empresa contrató docenas de trabajadores agrícolas migrantes de ciudades fronterizas en Texas, ofreciéndoles billetes de autobús para ir a Ohio y viviendas una vez allí. Cuando los trabajadores llegaron, encontraron una situación que un juez federal calificó más tarde de “miserable y abominable.” Los empleados fueron apiñados en grupos de 200 personas en casas pequeñas. Aunque era pleno invierno, las casas no tenían calefacción, muebles ni mantas. Un trabajador dijo que su casa no tenía agua, así que tuvo que hacer funcionar el retrete con nieve derretida. Durmieron en el suelo, donde las cucarachas corrían encima de ellos. Al alba, iban a la fábrica en una camioneta desvencijada cuyos asientos eran tablones de madera apoyados en bloques de cemento. Los humos del tubo de escape se filtraban dentro de la camioneta a través de agujeros en el suelo. Los trabajadores agrícolas de Texas renunciaron, pero para entonces Case Farms había encontrado una nueva solución a sus problemas laborales.
Una noche de primavera de 1989, un gerente de recursos humanos de Case Farms, Norman Beecher, se puso al volante de una gran camioneta, y se dirigió al sur. Había recibido información acerca de una iglesia católica en Florida, que estaba ayudando a refugiados de la guerra civil guatemalteca. Miles de indígenas maya habían estado viviendo en Indiantown después de huir de una campaña de violencia cometida por las fuerzas armadas guatemaltecas. Más de 200,000 personas, la mayoría de etnia maya, fueron asesinadas o forzosamente desaparecidas en el conflicto. Un informe encargado por las Naciones Unidas describió incidentes en que soldados golpeaban a niños “contra paredes o les arrojaban vivos dentro de pozos” y cubrían gente “en gasolina y los quemaban vivos.” En 1981, en el pueblo de Aguacatán, del cual vienen muchos de los trabajadores de Case Farms, soldados acorralaron y dispararon a 22 hombres. Después les rompieron los cráneos y comieron sus sesos, tirando los cadáveres en un barranco.
A través de los años, los Estados Unidos había apoyado a los dictadores del país con dinero, armas, inteligencia, y entrenamiento. En medio de la peor época de violencia, el Presidente Reagan, después de reunirse con el General Efraín Ríos Montt, dijo a la prensa que él creía que al régimen “le estaban acusado injustamente.” La Administración veía a los refugiados guatemaltecos como migrantes económicos y simpatizantes comunistas—amenazas a la seguridad nacional. Solo un puñado de ellos recibieron asilo político. Los miles de mayas que lograron llegar a Florida tenían opciones limitadas.
Beecher llegó a la iglesia a tiempo para la misa de domingo, y se estableció en la oficina de la iglesia. No tuvo ningún problema reclutando a parroquianos para volver con él a la fábrica de Case Farms en Morganton, en las laderas de las Montañas Blue Ridge. Esos primeros guatemaltecos trabajaron tan duro, Beecher explicó al historiador laboral Leon Fink en su libro, “Los Maya de Morganton,” que los supervisores insistían en que trajera más, instigándole a hacer un nuevo viaje. En poco tiempo, camionetas regulares hacían el recorrido entre Indiantown y Morganton, trayendo nuevos empleados. “Yo no quería [mexicanos],” Beecher, que murió en 2014, dijo a Fink. “Los mexicanos van a volver a casa por navidad. Les vas a perder durante seis semanas. Y en el negocio de las aves, no puedes permitirte eso. Sencillamente no puedes hacerlo. Pero los guatemaltecos no pueden volvera casa.Están aquí como refugiados políticos. Si vuelven a casa, les pegan un tiro.” Shelton aprobó la contratación de los inmigrantes, dijo Beecher, y cuando la plantilla de la fábrica estuvo completa y la producción se hubo doblado, “estaba encantado de la vida.”
Evodia González Dimas podía sentir el dolor en su brazo izquierdo empeorándose. Durante ocho horas al día, trabajaba de pie en una mesa de cortar en la fábrica de Case Farms de Morganton, utilizando un cuchillo o tijeras para sacar la grasa y los huesos de las patas de pollo cada dos a tres segundos. Tenía puesto un guante de cota de malla en su mano libre para protegerla de heridas accidentales de su cuchillo o de las navajas de sus compañeros de trabajo. El guante pesaba más o menos como una pelota de sofbol, pero se hacía más pesado mientras la grasa y la mugre se quedaban enganchadas en la malla de hierro. En 2006, el dolor y la hinchazón la empujaban repetidamente a ir al centro de primeros auxilios de la fábrica. Una auxiliar de enfermera le daba analgésicos y le mandaba de vuelta a la línea de trabajo. González ya no podía levantar un galón de leche, y tenía dificultades haciendo un puño con la mano. En la noche, después de poner a sus hijos en cama, aplicaba loción calmante a su muñeca y a su antebrazo tumefacto.
Un viernes en septiembre de 2006, González fue llamada a la oficina de recursos humanos de Case Farms. La directora le dijo que la empresa había recibido una carta de la Administración de Seguridad Social informándole que el número de seguridad social que les había dado ella no era válido. González, una de las pocas mexicanas en la fábrica, me dijo que la directora le vendió una nueva tarjeta de residente permanente, con el nombre Claudia Zamora, por 500 dólares, y la ayudó a rellenar un nuevo formulario de solicitud de empleo. (La directora de recursos humanos negó haberle vendido la tarjeta de identidad.) González fue asignada al mismo trabajo, con el mismo supervisor.
Y Case Farms le pagó más que a los recién contratados, anotando en su expediente que tenía “experiencia previa en el campo de las aves de corral.”
En esa época, los trabajadores de Case Farm empezaron a quejarse de que sus guantes amarillos de latex se rompían fácilmente, empapando sus manos con jugo de pollo frio. Fue solo después de que trozos de goma empezaron a aparecer en paquetes de pollo cuando Case Farms compró guantes más caros y de mejor calidad. Hizo que sus empleados, que ganaban entre siete y ocho dólares la hora, absorbieran el gasto adicional cobrándoles 50 centavos por cada par de guantes si usaban más de tres pares por turno.
La mañana que esta norma entró en vigor, en octubre de 2006, hubo quejas en los vestuarios de la fábrica. Mientras los trabajadores empezaron a cortar pollos, la línea paró repentinamente. Una mujer gritó que si se mantenían unidos podían forzar a la empresa a cambiar la normativa. Cuando los empleados se negaron a volver al trabajo, los gerentes llamaron a la policía, y los oficiales instaron a los trabajadores a salir de las instalaciones.
Más de 250 trabajadores se fueron de la fábrica, juntándose en una iglesia católica cercana. González y otra mujer aceptaron hablar con un reportero de un periódico local. Citada con el nombre Claudia Zamora, González dijo, “De forma rutinaria, se les dice a los trabajadores de Case Farms que ignoren las indicaciones de los doctores acerca de las limitaciones en el trabajo cuando han sufrido lesiones en el empleo.” OSHA descubrió más tarde que Case Farms forzaba frecuentemente a los empleados a esperar meses para ver a un médico, se saltaban las restricciones, y despedía a trabajadores lesionados que no podían hacer sus trabajos.
De regreso a la fábrica el lunes después de la protesta, González trajo consigo una nota de la clínica médica local quele recetaba “trabajo ligero o no trabajar” durante una semana. Dio la nota al gerente de seguridad, quien le pidió escribir un informe declarando cuando el dolor había empezado. Cuando ella escribió “2003,” el gerente pareció desconcertado. Según los archivos de la plantilla, “Zamora” solo había trabajado allí un mes. La directora de recursos humanos que había contratado a González bajo el nombre Zamora la hizo ir a su oficina; había recibido una copia del reportaje periodístico citando a González. El dolor no podía estar relacionado con el trabajo, la directora le dijo a González. A fin de cuentas, era una empleada nueva.
González no entendía. “No soy nueva,” dijo, levantando la voz. “Usted sabe cuántos años he estado trabajando aquí.”
“Claudia, usted es una empleada en periodo de prueba,” la directora respondió. “No tengo un empleo para usted.”
González impugnó su despido ante la National Labor Relations Board (N.L.R.B., o Junta Nacional de Relaciones Laborales), una entidad federal creada para proteger los derechos de los trabajadores a organizarse. El juez de la N.L.R.B. escribió: “En mi opinión, [Case Farms] sabía exactamente lo que estaba pasando con respeto a su estatus de empleo.” La compañía, dijo, “se aprovechó de la situación.” Más tarde, la junta dictaminó que González había sido despedida ilegalmente por protestar las condiciones de trabajo. Pero la victoria fue sobretodo simbólica. En 2002, en una decisión de 5-4, la Corte Suprema había decretado que los trabajadores indocumentados tenían derecho a quejarse sobre infracciones de las leyes laborales, pero que las empresas no tenían ninguna obligación de contratarles de nuevo o pagarles los sueldos debidos. En la opinión disidente, el Juez Stephen Breyer pronosticó que la decisión de la corte iba a motivar que los empleadores contrataran a trabajadores indocumentados “en un abrir y cerrar de ojos,” sabiendo que “pueden violar las leyes laborales al menos una vez con impunidad.”
Case Farms había violado la ley, pero no había nada que González pudiera hacer al respeto. El médico le dijo que necesitaba cirugía para el síndrome de túnel carpiano, pero nunca lo hizo. Diez años después, su mano está inerte, y su rabia todavía fresca. “Esta mano,” me dijo, sentada en su sala de estar. “Intento no utilizarla para nada.”
Lo que le sucedió a González fue parte de la estrategia de Case Farms durante una década para reprimir las protestas laborales con usos creativos de las leyes de inmigración. El año en que se fundó Case Farms, el Congreso aprobó El Decreto de Reforma y Control de Inmigración, que prohibió contratar inmigrantes indocumentados “a sabiendas.” Pero no se les exige a los empleadores ser expertos en documentos, lo que hace difícil penalizarles. Sin embargo, la exigencia a trabajadores de rellenar un formulario I-9, que les hace jurar bajo riesgo de castigo por perjurio que están autorizados a trabajar, facilita a los empleadores tomar represalias contra los trabajadores.
En 1993, alrededor de 100 trabajadores de Case Farms se negaron a trabajar como acto de protesta contra los sueldos bajos, la falta de descansos para ir al baño, y los descuentos del sueldo de los costos de delantales y guantes. En respuesta, Case Farms hizo que la policía detuviera a 52 de ellos por allanamiento de propiedad privada. En 1995, más de 200 trabajadores salieron en masa de la fábrica y, después de una huelga de cuatro días, votaron a favor de formar un sindicato. Tres semanas más tarde, Case Farms pidió documentos de identidad a más de 100 empleados cuyos permisos de trabajo se habían vencido o estaban a punto de vencer. La mayoría fueron despedidos. Case Farms se negó a negociar con el sindicato durante tres años, haciendo apelaciones legales de los resultados de la elección sindical hasta la misma Corte Suprema de Estados Unidos. Después de perder el caso, la empresa redujo la semana laboral a cuatro días en un intento de presionar a los empleados. Finalmente, el sindicato se retiró de la fábrica.
Case Farms siguió el mismo guion en 2007, cuando los trabajadores de la fábrica de Winesburg se quejaron de los tiempos acelerados de la línea de producción y un procedimiento que exigía que cortaran tres alas a la vez, poniéndolas una encima de la otra y pasándolas a través de una sierra rotatoria. De vez en cuando, las alas se rompían, y los huesos se enganchaban en los guantes de los trabajadores, arrastrando sus dedos a través de la sierra. Un día, un inmigrante guatemalteco llamado Juan Ixcoy se negó a cortar las alas con este método. Mientras la noticia se extendió por la fábrica, los trabajadores pararon las líneas y se juntaron en la cafetería. Ixcoy, que ahora tiene 42 años, se convirtió en líder de una nueva lucha para formar un sindicato. “Vieron que yo no tenía miedo,” me dijo.
En julio de 2008, más de 150 trabajadores convocaron una huelga. Por nueve meses, durante los tiempos más duros de la recesión económica, hicieron piquetes en un campo de maíz al otro lado de la calle enfrente de la fábrica. En el invierno, se abrigaban con trajes acolchados de esquí y protestaban desde un cobertizo hecho de madera contrachapada y atados de paja. Según el N.L.R.B., cuando los trabajadores hicieron otra acción laboral en 2010, un gerente dijo a un empleado que iba a eliminar a los líderes de la huelga “uno por uno.” Poco tiempo después, Ixcoy fue despedido por insubordinación después de que una disputa con un gerente en la zona de trabajo de la fábrica causó que algunos de los obreros se pusieran a dar golpes ruidosos con sus cuchillos y gritar “huelga.” La N.R.L.B. determinó que Ixcoy había sido ilegalmente despedido por su actividad sindical y ordenó que fuera reincorporado. Sin embargo, después de que Ixcoy volviera al trabajo, el sindicato recibió una carta que decía que la empresa se había dado cuenta de que nueve empleados podrían no estar autorizados para trabajar legalmente en los Estados Unidos. Siete de ellos estaban en el comité organizativo del sindicato, entre ellos Ixcoy. Todos fueron despedidos.
El repentino descubrimiento por la empresa de que los organizadores del sindicato eran indocumentados era difícil de creer. Ixcoy había sido contratado por primera vez en 1990 bajo el nombre de Elmer Noel Rosado. Después de unos años, un gerente de Case Farms le dijo que la empresa había recibido el aviso de que otra persona trabajaba bajo la misma identidad en California. “El gerente, él me dijo si puedes comprar otros papeles eres bienvenido para volver aquí,” Ixcoy dijo. Así que compró otro documento de identidad por el precio de 1000 dólares y volvió a Case Farms bajo el nombre de Omar Carrión Rivera. Actuales y antiguos trabajadores de las cuatro fábricas de Case Farms dijeron que la empresa tenía una política implícita de permitirles volver a trabajar con un nuevo documento de identidad. Un empleado en Dudley me dijo que había trabajado en la fábrica bajo cuatro nombres distintos. Los ejecutivos de Case Farms tienen que haber sabido que muchos de sus empleados no eran autorizados. En al menos tres ocasiones, decenas de trabajadores salieron huyendo de sus plantas por miedo a redadas del servicio de inmigración.
Ixcoy recibió finalmente un visado especial para víctimas de crimen por causa de los abusos que había sufrido en el lugar de trabajo. “Ixcoy vivió en una atmosfera de miedo creada por los supervisores de Case Farms,” el Departamento de Trabajo escribió en su formulario de solicitud para un visado. “Temía por su propia seguridad, que si se quejaba o cooperaba con las autoridades, iba a ser detenido o deportado.”
En los últimos años, Tom Shelton se ha presentado como el afable propietario de una bodega de vinos que dirige en su finca de 40 acres en la Costa Este de Maryland. Su nombre, Viñedos Bordeleau, quiere decir “el borde del agua,” y es una de las pocas bodegas de vino en los Estados Unidos que se puede visitar en barco. Shelton ejerce la misma atención a los detalles en la bodega que en Case Farms. Según el sitio web de Bordeleau, Shelton es “exigente en todo, desde la poda de las vides a la operación de la línea de embotellamiento a la frescura de los vinos que son servidos en la sala de catar.” La etiqueta muestra una imagen del elegante castillo estilo georgiano de Shelton.
Shelton nunca respondió a mis llamadas o cartas. Un portavoz de Case Farms dijo que él se negaba a ser entrevistado y, como alternativa, me organizó una charla con el vicepresidente de la junta de la empresa, Mike Popowycz, y otros gerentes en una sala de reuniones en Winesburg. Popowycz es el hijo de inmigrantes ucranianos que vinieron a América después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre fue un obrero siderúrgico y su madre trabajaba por las noches en una rueda de hilvanar. “Yo sé lo que aguanta esa gente todos los días,” dijo Popowycz. “Puedo ver las luchas que experimentan porque esas fueron las luchas que experimentaron mis padres.”
Popowycz, que es el presidente del grupo de comercio de la industria, el Consejo Nacional del Pollo, dijo que Case Farms había hecho unos errores de seguridad pero estaba trabajando duramente para corregirlos. Defendió la empresa en cada respuesta a mis preguntas. Case Farms, dijo, trataba bien a los trabajadores y nunca les negaba permiso para ir al baño. Los cobros por el reemplazo del equipamiento eran para disuadir a los trabajadores de desperdiciar cosas. En lo que concierne a los sindicatos, la empresa no necesitaba a alguien interponiéndose entre ella y sus empleados. “Nuestra meta es probar que no somos la compañía que OSHA ha básicamente dicho que somos,” dijo.
Popowycz parecía desconocer muchos de los incidentes específicos que cité. Casi parecía un padre siendo informado de los hábitos delictivos de su hijo adolescente: esperaba que los supervisores no hicieran tales cosas, pero si las hacían, estaba mal. Case Farms opera bajo un sistema de gerencia descentralizado que Shelton instituyó desde los inicios. Cada lunes a las ocho de la mañana, Shelton encabeza una reunión telefónica colectiva desde Maryland, pero muchas decisiones se dejan al criterio de los gerentes locales. “Queremos que la gente en las sedes dirijan el negocio como si fuera de su propiedad,” me dijo Popowycz.
Encontré difícil de creer que Shelton, que es conocido por hacer preguntas acerca de un gasto en equipamiento de 10,000 dólares, no estaría al tanto de disputas laborales que habían costado decenas de miles de dólares en gastos legales. Contacté a 60 antiguos gerentes, supervisores y representantes de recursos humanos de Case Farms. La mayoría se negaron a hacer comentarios o no respondieron a mis llamadas, pero hablé con ocho. Muchos estaban de acuerdo en que Shelton les dejaba un buen grado de autonomía, y negaron que hubiera presión para producir el pollo más rápidamente por menos gasto. “Cuando yo estaba allí, cualquier problema que viéramos, nos encargábamos de resolverlo,” me dijo Andy Cilona, un director de recursos humanos en Winesburg en los años noventa. Pero dos de los entrevistados me dijeron que los ascensos iban a los jefes que más agresivamente presionaban a los trabajadores, lo que motivaba a algunos supervisores a tratar a los trabajadores con dureza.
Popowycz reconoció que algunos supervisores de recursos humanos habían vendido documentos de identidad falsos; cuando la empresa se enteró, los despidió. Insistió que Case Farms cumplía con las leyes de inmigración. Fue una de las primeras empresas en Ohio que informó al servicio de inmigración de los números de seguridad social en los noventa. Case Farms también hace auditorías periódicas de sus archivos de plantilla, einvestiga cuando recibe cartas de las autoridadesinformándole de discrepancias en los documentos de identidad de los trabajadores. Pero la empresa nunca ha usado el estatus migratorio para tomar represalias contra obreros activistas o lesionados, dijo Popowycz; cualquier despido que ha ocurrido después de una protesta ha sido una coincidencia. “Al fin de cuentas, necesitamos mano de obra en nuestras fábricas,” dijo Popowycz. “Hacemos todo bien? Espero que sí.”
El pasado otoño, viajé a varios pueblos en el estado guatemalteco de Huehuetenango con la esperanza de encontrar antiguos trabajadores de Case Farms. Después de pasar por el mercado del pueblo de Aguacatán, donde mujeres vestidas con _huipiles blancos y rojos vendían de todo desde ajo a gansos, subí durante 45 minutos por una montaña hasta el pueblo de Chex, donde encontré un camión de carga que había caído por el borde de una carretera. Docenas de hombres habían venido de campos cercanos para ayudar a subir el camión con ramas y cuerdas. Pregunté a los hombres si alguno de ellos había trabajado en Case Farms. “Trabaje allí durante un año alrededor de 1999-2000,” dijo un hombre. “2003,” añadió otro. “Seis meses. Es un trabajo matador.” “11 años,” dijo otro. Dos dijeron que fueron entre los primero guatemaltecos en trabajar en Winesburg.
Antiguos trabajadores de Case Farms aparecieron en todas partes—el recepcionista del hotel en Aguacatán, parroquianos de la iglesia local, un hombre haciendo dedo a quien di un aventón en camino a otro pueblo. Un hombre en Chex había sido un cazador de pollos en Winesburg, pero años de sobreuso habían dejado su codo inflamado y crónicamente dolorido. Sin saber que Case Farms tenía que pagar por lesiones laborales, me dijo que había vuelto a Guatemala para curarse y había gastado miles de dólares en médicos. Ahora, como me mostró, su brazo caía paralizado a su costado.
El pueblo donde creció Osiel, Tectitán, se encuentra encima de otra montaña que está a cinco horas al oeste, al final de una carretera sinuosa de tierra rojiza. Es tan aislado que tiene su propio idioma, Tektiteko. Como Chex, Tectitán tiene una larga historia en mandar a sus residentes al norte a trabajar en Case Farms. Ya cuando Osiel era un adolescente, un hombre mirando un partido de futbol podía burlarse del portero del equipo guatemalteco en Facebook diciendo, “Ni podría agarrar a los pollos en Case Farms.”
Encontré a Osiel en Centro San José, una agencia de ayuda social y clínica legal que opera en una vieja iglesia luterana de ladrillo rojo en los alrededores del centro de Canton. Centro San José ha sido inundado, en los últimos años, por cientos de menores no acompañados que están huyendo de la violencia pandillera en Guatemala. Osiel estaba vestido con una gorra de lana azul con un pompón, una camisa blanca de compresión, pantalones deportivos con parches, y zapatillas deportivas azules. Me dijo que después del asesinato de su madre, se fue de Guatemala el día que cumplió 16 años, y, dos semanas después, fue detenido por agentes de la Patrulla Fronteriza en Arizona. Se instaló con un tío en Canton y se hizo amigo de otros adolescentes de Tectitán que estaban trabajando en el turno de noche de Case Farms. Trabajó en la fábrica ocho meses, ganando nueve dólares la hora, antes del accidente.
Osiel dijo que, la noche del accidente, después de desmayarse en la máquina, se despertó en el hospital. “Las enfermeras me dijeron que había perdido mi pierna,” recordó. “No lo podía creer. No sentía ningún dolor. Y entonces, horas después, intenté tocarla. No tenía nada allí. Empecé a llorar.” Hoy, vive con dos de sus hermanos en una casa envejecida con techo a dos aguas al lado de un descampado. Todavía se está acostumbrando a la prótesis, y cojea al caminar. “Nunca pensé que algo así me podría pasar,” dijo. “Me dijeron que no podían hacer nada para que mi pierna se mejorara. Me dijeron que todo iba a estar bien.”
El Departamento de Trabajo, además de encontrar numerosas infracciones de seguridad, impuso una multa de 63,000 dólares a Cal-Clean, la empresa subcontratista de limpieza que está estrechamente afiliada a Case Farms, por emplear cuatro obreros menores, entre ellos Osiel. Las multas y citaciones contra Case Farms han continuado acumulándose. El pasado septiembreb, OSHA determinó que las velocidades de las líneas de procesamiento y el flujo de trabajo eran tan peligrosos para las manos y brazos de los trabajadores que la empresa tendría “que investigar y cambiar inmediatamente” casi todos los puestos en la línea. Mientras la empresa pelea el pago de multas, sigue encontrando métodos para mantener bajos los costos laborales. Por un tiempo, después de que los trabajadores guatemaltecos empezaron a organizarse, Case Farms reclutó a refugiados de Birmania. Después se dirigieron a gente de etnia nepalí expulsados de Bután, quienes hoy constituyen casi el treinta cinco por ciento de los empleados de la empresa en Ohio. “Es una industria que se enfoca en el grupo más vulnerable de obreros y los trae,” me dijo Debbie Berkowitz, la ex asesora superior de política de OSHA. “Y cuando un grupo se hace demasiado poderoso y exige sus derechos, descubre quien es aún más vulnerable y los trae a ellos.”
Recientemente, Case Farms ha encontrado una mano de obra más cautiva. Una mañana de calor ardiente del verano pasado en Morganton, un viejo autobús escolar amarillo llegó a Case Farms y cruzó la verja de la fábrica, deteniendose enfrente de la entrada de los empleados. Bajaron en fila docenas de presos de la prisión local, listos para trabajar en la fábrica. Pero hasta ellos pueden tener los días contados, sin embargo. Durante el recorrido en Canton, Popowycz y los otro gerentes de Case Farms me mostraron algo que les tenia entusiasmados, algo que iba a ayudar a resolver sus problemas laborales y también reducir el número de lesiones: en una esquina de la fábrica había una maquina nueva y reluciente conocida como “deshuesadora automática.” Pronto reemplazaría al 70 por ciento de los trabajadores en la línea.