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Este artículo se publica conjuntamente con El País.

Adriana Gallardo aportó reporteo adicional y traducción.

Teresa Ruvalcaba yacía en una cama en la sala de urgencias del Hospital Mount Sinai de Chicago, su seno derecho inflamado a casi el doble del tamaño del izquierdo, la piel tan gruesa y agrietada que el médico al examinarla apuntaría que parecía una cáscara de naranja.

Ojalá que sólo sea una infección, pensó, mientras se esforzaba por respirar, sin saber que tenía un pulmón parcialmente colapsado.

Durante más de seis meses, la trabajadora de fábrica de 48 años había intentado ignorar el dolor y la inflamación en su pecho. Temía visitar un médico durante la pandemia, temía perder turnos de trabajo, temía perder su empleo, su casa, su capacidad para cuidar a sus tres hijos. Siguió trabajando hasta que no pudo más, hasta que el dolor la forzó a pedir a su hijo que la llevara al hospital en esta noche fría y nublada de enero.

A siete millas de distancia esperaba Sergio, de 24 años, en el estrecho cuarto de su niñez, ropa esparcida por el suelo y sus libros de texto para el examen de admisión a la escuela de medicina sin tocar en un estante, sus ojos fijos en su teléfono. Normalmente, Sergio acompañaba a su madre a cualquier sitio donde podría necesitar ayuda con su inglés limitado, pero debido a la pandemia, la seguridad del hospital no le había dejado entrar. Después de dos horas y media de silencio, le mandó un mensaje de texto: “[Cómo] te va”.

“Mijo me están [haciendo] todos los chequeos [me van a meter] a una máquina ahorita,” respondió ella.

La llamada del hospital pilló a la oncóloga Dr. Paramjeet “Pam” Khosla en su cocina en las afueras del sudoeste de Chicago, donde ella, su marido y sus dos hijas adultas se habían quedado hablando en la sobremesa de la cena. Aunque Khosla llevaba más de 20 años en el servicio médico, su corazón todavía se sobresaltaba un poco cuando el teléfono sonaba las noches en que estaba de guardia.

Un rayo x mostraba un gran bulto en el pecho de una mujer que se quejaba de dolor en su seno, le dijo el médico de la sala de urgencias. Preocupada, Khosla le dijo que pidiera una biopsia inmediata. Acordaron que vería a la paciente tan pronto como pudiera.

Ahí vamos de nuevo, pensó.

En las sombras del COVID-19, otra crisis ha surgido. Con la pandemia en su segundo año y la esperanza llegando intermitentemente con viales de vacunas, es como si una inundación violenta hubiera comenzado a retroceder, poniendo al descubierto los escombros dejados por su estela. Entre los daños hay un número incalculable de cánceres que han quedado sin diagnosticar o sin tratar porque los pacientes pospusieron exámenes anuales, y las clínicas de cáncer y hospitales suspendieron biopsias y quimioterapias y tratamientos de radiación. A lo largo del país, los exámenes preventivos para detectar cáncer cayeron hasta el 94% en los primeros cuatro meses del año pasado. En Mount Sinai, el número de mamografías bajó un 96% durante el mismo periodo. En julio, los exámenes habían empezado a repuntar, tanto nacionalmente como en Mount Sinai, pero todavía iban por detrás de los números pre-COVID-19. Menos exámenes tuvieron como resultado un declive en nuevos diagnósticos, que según un estudio cayeron más del 50% para algunos cánceres el año pasado. Pero la gente no dejó de contraer cáncer; dejaron de ser diagnosticadas.

Mientras los pacientes vuelven a sus médicos, las secuelas de aquellos meses oscuros empiezan a hacerse visibles. El National Cancer Institute (Instituto Nacional De Cáncer) ha pronosticado un exceso de casi 10,000 muertes durante la próxima década sólo de cáncer de seno y de colorrectal debido a las demoras ocasionadas por la pandemia en el diagnóstico y tratamiento de estos dos tipos de cánceres, que a menudo pueden ser detectados precozmente con exámenes y causan 1 de cada 6 muertes por cáncer. Como la pandemia misma, se cree que las comunidades de color serán golpeadas con una dureza especialmente fuerte. Los estadounidenses negros ya mueren de todos los cánceres a una velocidad más alta que cualquier otro grupo racial. Y el cáncer es la causa más importante de muerte entre latinos, con el cáncer de mama liderando otros cánceres en mujeres.

Después de casi cinco horas en el hospital, Teresa se fue aquella noche sin un diagnóstico, pero con instrucciones de llamar a Khosla. Sergio la recogió en la puerta de la sala de urgencias. En el camino a casa, hablaron de todos los exámenes que le habían hecho. Ninguno de los dos mencionó la palabra cáncer.


El verano pasado, mientras su seno derecho empezó a inflamarse, Teresa rellenó la parte izquierda de su brasier con toallas de papel, avergonzada por si alguien en el trabajo pudiera fijarse.

Una mujer robusta con ojos de un color café profundo y tatuajes entretejidos a través de su cuello y brazos, Teresa había trabajado casi la mitad de su vida en la misma fábrica de producción de dulces en la Zona Oeste de Chicago. Había emigrado a los Estados Unidos desde México de forma casi impulsiva con 21 años, se había establecido en Chicago, se había hecho residente permanente, y conseguido el empleo en “los dulces,” como lo llama ella. Con el tiempo, los dueños de la fábrica cambiaron—Kraft, Kellogg, Ferrara Candy—pero Teresa permaneció. Finalmente llegó a ser operadora de maquinaria, ganando $21 por hora.

La fábrica era más que un trabajo para ella. Era donde hacía amigos, contaba chistes para pasar las largas horas, y ponía música a todo volumen, sobre todo las alegres canciones de cumbia de sus años adolescentes, en el vestuario. A sus compañeros les costaba mantener el nivel de energía de ella, pero sabían que Teresa tomaría el relevo si alguien en la línea perdía velocidad, o cubriría por ellos si tenían que ausentarse, porque Teresa nunca decía que no al trabajo. Los ingresos le permitieron mantener a sus hijos ella sola y, en 2008, lograr algo que no había pensado que fuera posible: poner $5,000 para la compra de una casa estilo Cape Cod, con un siglo de antigüedad, en un barrio de mayoría latina donde el rugido de aviones del cercano Midway Airport interrumpía regularmente la quietud.

El intento por agarrarse a la estabilidad vino con un precio. Normalmente trabajaba el turno de media noche, a menudo llegando temprano y quedándose tarde, y después corría a casa para mandar a Sergio, Roberto y Aurora al colegio. Cuando eran pequeños, los niños disfrutaban las paletas y gomitas que traía del trabajo; no fue hasta que se hicieron mayores que notaron los moratones en sus rodillas y sus dedos ensangrentados.

Mientras golpeaba la pandemia, Teresa no bajó el ritmo, aunque pegó con especial dureza a los trabajadores esenciales. Casi había perdido la casa en 2018 por haberse demorado en los pagos de la hipoteca. No podía arriesgarse a que ocurriera otra vez.

Hizo horas extras y cubrió los turnos de compañeros que estaban enfermos con COVID-19. Entre turno y turno, compraba comida para la cena de la noche, después caía rendida en el sofá de la sala unas horas, solo para despertarse y volver a hacerlo todo otra vez. Había creado un plan para protegerse del virus, poniéndose dos mascarillas y guantes de látex durante la hora que le tomaba el trayecto diario al trabajo en tren y autobús. Aunque sentía como si su pecho ardía, continuó trabajando. No quería contagiarse de COVID-19 en la oficina de un médico o en una sala de urgencias, y estaba tan ocupada que no tenía mucho tiempo para pensar en sus síntomas.

“No le hice mucho caso. ¿Por qué? Porque yo soy madre y padre para mis hijos,” dijo.

Sus tatuajes formaban un mapa de su vida, sus luchas y devociones. Un león por León, la ciudad en México donde creció; una bandera de Chicago por su hogar desde entonces; la cara de su madre para conmemorar su muerte, una pérdida que todavía le hace suspirar ocho años después. Cuando se enfrentó a la posibilidad de perder su casa, se prometió hacerle tributo con un tatuaje a la Santa Muerte, un santo folclórico mexicano, si podía salvarla. Sus rezos recibieron respuesta cuando pudo refinanciar su hipoteca, y Teresa firmemente decidida hizo dibujar el santo en su cuello. En un vistoso altar en su comedor, hizo ofrendas de flores y manzanas y encendió velas a la Santa Muerte. Mientras sentía que se enfermaba, rezó por su salud, y por la felicidad y protección de su familia.

Finalmente, cuando su pecho, tierno y caliente al tacto, le dolía demasiado para poder trabajar, pidió tiempo libre e hizo una cita virtual en una clínica cercana a principios de enero. El médico, viendo su pecho a través de una pantalla de computadora, pensó que Teresa tenía una infección y le recetó antibióticos.

Las píldoras no ayudaron. Sin embargo, menos de una semana después, Teresa estaba sentada en el desgastado sofá de la sala, haciendo planes para volver al trabajo el día siguiente. Entonces, ya incapaz de aguantar más el ardor, lloró. Su hija, Aurora, escuchando los sollozos, vino a ver qué le pasaba. Teresa aceptó que Sergio la llevara a la sala de urgencias.


Credit: Alex Garcia, especial para ProPublica

Sergio ya estaba en la universidad cuando aprendió que había un término para lo que había estado haciendo desde que podía recordar: “language brokering” en inglés (en español sería “intermediación lingüística”).

Cuando su familia iba a la clínica del barrio, Sergio que entonces tenía 6 años, explicaba al médico que él y sus hermanos necesitaban sus exámenes físicos para la escuela. Negoció un plan de pagos con una empresa de servicios públicos cuando tenía 9 años. Y durante toda su niñez, en las reuniones de padres con maestros, traducía orgullosamente los comentarios de sus maestros: estudiante ejemplar, asistencia casi perfecta, excelente en exámenes.

Estos logros eventualmente le ganaron una beca completa en Pomona College en California, convirtiéndole en el primero de su familia en irse de casa para estudiar en la universidad. Incluso allí, sus responsabilidades le siguieron. Monitoreaba la cuenta bancaria de su madre con su teléfono, vigilando ansiosamente cuando el balance descendía cerca de cero. Cuando, durante su tercer año, la empresa de hipotecas presentó una denuncia para una ejecución hipotecaria sobre la casa, la familia le mandó los documentos por email para traducir, tarea que hizo, tarde durante la noche, solo en su cuarto de la residencia universitaria.

El primer año de universidad de Sergio casi le destrozó. Las clases eran rigurosas, el ritmo acelerado, y lo más bajo que caían sus notas lo más que él se sentía como un impostor. Peor aún, si era suspendido, no podría conseguir un buen trabajo, y él sabía que su familia contaba con su ayuda. Su hermana, Aurora de 26 años, tiene retrasos en el desarrollo y no ha trabajado regularmente aunque tiene un título técnico en artes gráficas. Su hermano Roberto de 21 años abandonó la secundaria pocos meses antes de graduarse con lo que la familia cree que es una depresión sin diagnosticar. Su diploma honorífico de 2017 todavía cuelga en el refrigerador.

Sergio no sintió resentimiento por la presión pero se sintió fagocitado por ella. ”Todo dependía de mi triunfo, y yo no estaba triunfando,” dijo. “Llegó a un punto donde ya no quería ser el único responsable para mejorar la vida de mi familia. Quería salirme de esa responsabilidad.”

Hubo momentos en que hasta contempló el suicidio. Pero con la ayuda de un terapeuta, recobró su balance y sentido de propósito. Encontró empleo en un laboratorio de investigación enfocado en mejorar la salud mental en latinos y otras comunidades marginalizadas, y se ofreció de voluntario como traductor con pacientes hispanohablantes en un hospital local. Empezó a salir con otra estudiante de pre-medicina, Ayleen Hernández, después de que él se ofreció para ayudarle a estudiar biología y ella aceptó, aunque ya conocía la materia. Y descubrió una forma para entender su propia experiencia. Un día en clase, cuando un profesor habló del “language brokering” (intermediación lingüística), Sergio fue cautivado. Terminó escribiendo su tesis de pregrado universitario sobre el tema, citando investigaciones que mostraban que las comunidades latinas muchas veces anteponen las necesidades de la familia por encima de las del individuo.

En la sección de agradecimientos de la tesis, se dirigió a su madre: “La resistencia y fuerza que has exhibido durante los momentos más difíciles y exigentes para nuestra familia no han pasado desapercibidos,” escribió. “Espero poder un día mejorar esas causas de estrés, para que tú ya no tengas que hacerlo.”

Después de graduarse en 2019 con una licenciatura en ciencia cognitiva y un grado menor en estudios chicanos/as-latinos/as, Sergio volvió a casa por un año para ayudar a pagar las cuentas antes de solicitar admisión a escuelas de medicina. Aunque había anhelado encontrar un empleo en el campo de la salud, sintió que necesitaba aceptar la primera oferta que recibiera, que fue confirmar precios con proveedores para una empresa que vende productos industriales por internet. Se dijo que solo era temporal y que, en el ínterin, estudiaría para los MCAT (exámenes para la escuela de medicina) y haría trabajo voluntario como intérprete de español en una clínica gratis en Chicago.

Entonces vino la pandemia y, después de esto, notó que su madre se cansaba y estaba débil. Insistió para que fuera al médico, y ella prometía repetidamente que lo haría en el momento en que tuviera un día libre. Decidió quedarse en casa un poco más.


Credit: Alex Garcia, especial para ProPublica

Pam Khosla sabía la respuesta a la pregunta antes de hacerla. Girándose hacia la paciente sobre la mesa de reconocimiento, una mujer negra de 53 años en tejanos y botas azul metálico, dijo, “Perdiste tu cita para la mamografía. ¿Qué pasó?”

“COVID,” respondió la mujer.

Khosla, con una bata blanca de laboratorio envolviendo su cuerpo delgado, se acercó en su silla rodante. Señaló una imagen del seno derecho de la paciente en la pantalla de la computadora de escritorio.

“¿Ve esta estructura con forma de estrella?” preguntó, su voz amable pero firme. “Es cáncer.”

Khosla, la jefa de hematología oncología del hospital, había diagnosticado cáncer casi una docena de veces esa semana. Con 56 años, estaba acostumbrada a dar malas noticias a la gente, ofreciéndoles pañuelos desechables y sujetándoles la mano mientras lo hacía. Pero las repercusiones de la pandemia la hacían sentirse inadecuada. Los pacientes se presentaban con los cuerpos más descuidados y los casos de cáncer más avanzados de lo que normalmente veía, que, en Mount Sinai, eran ya más que muchos otros oncólogos.

Ubicado en la comunidad North Lawndale de Chicago, donde casi la mitad de los residentes ganan menos de $25,000 al año, Mount Sinai sirve a una población que es predominantemente negra y latina y que depende de Medicaid, el seguro gubernamental para los pobres. Los pacientes aquí son más propensos a visitar una sala de urgencias que un médico de cuidados primarios para condiciones no urgentes, y experimentan índices desproporcionadamente altos de hipertensión, asma, diabetes y cáncer.

Khosla se incorporó al hospital en 2005, persuadida por su marido, un doctor transferido recientemente al departamento de cardiología, de que en Mount Sinai podría ayudar a algunos de los pacientes más pobres y enfermos de Chicago. Para Khosla, que había recibido su diploma médico en India y tenía memoria de madres e hijas acampadas en los suelos de los hospitales durante horas, el sentido de una misión era atrayente. En el Rush University Medical Center, donde había trabajado antes, los pacientes tenían el tiempo y los recursos para solicitarle segundas y terceras opiniones. En Mount Sinai, los pacientes frecuentemente no tenían ninguno.

Esto solo empeoró durante la pandemia.

Los cuidados contra el cáncer en Estados Unidos nunca han visto una disrupción de esta magnitud. Avances en la prevención, un aumento en la detección temprana, tratamientos mejorados y nuevas drogas han impulsado una bajada del 31% en índices de muerte de cáncer entre 1991 y 2018. Pero la pandemia ha dejado a muchos pacientes, especialmente aquellos de comunidades desfavorecidas como las que sirve Mount Sinai, más enfermos y con menos opciones de tratamiento.

Puede todavía tardar uno o dos años antes de que las muertes por cáncer empiecen a aumentar, en parte porque el tratamiento puede postergar la muerte por años después de un diagnóstico, dijo el Dr. Norman E. “Ned” Sharpless, director del Instituto Nacional de Cáncer. Algunos cánceres también pueden crecer lentamente y ser tratables a pesar de una diagnosis tardía, pero otros no. La secuela de la pandemia puede convertir una crisis de salud pública en múltiples crisis, amenazando las vidas de la gente y poniendo en riesgo décadas de progreso en la investigación y tratamiento del cáncer, dijo Sharpless.

“Lo más que dure la pandemia,” dijo en un email, “lo más significativo que será el impacto de la pandemia en los resultados de cáncer.”

A finales del año pasado, Khosla ayudó al Mount Sinai a lanzar un programa para persuadir a pacientes renuentes a presentarse para pruebas de cáncer, promocionando con cada llamada las precauciones de seguridad contra el COVID-19 del hospital. Pero mientras el siniestro silencio en el departamento de oncología daba paso a una invasión de pacientes en enero, Khosla vio a pacientes cuya salud se había deteriorado tanto que necesitaban ayuda para respirar o tragar.

Recientemente, contó al menos 10 casos de cáncer avanzado en un periodo de cuatro semanas. Vio a un paciente con una masa del tamaño de una toronja en su cuello. Otro, cuyo tumor había peligrosamente acercado su cerebro a su cráneo, fue transferido a un hospital. “Nunca llegó a ver la luz del tratamiento,” dijo Khosla. Todos estos pacientes habían tenido miedo de tratarse en el hospital durante la pandemia.

Mientras su familia dormía por las noches, ella leía revistas médicas, aprendiendo sobre las últimas drogas aprobadas y las más nuevas directivas, y a veces se mandaba a sí misma mensajes de texto en la madrugada sobre un examen a pedir o una opción de tratamiento a explorar.

“El cáncer nunca te da la satisfacción de haber hecho un trabajo al cien por cien porque los resultados esperan en el futuro,”

dijo. “Siempre te estás cuestionando a ti misma, especialmente con mi población de pacientes.”

El caso de Teresa ejemplificó mucho de lo que Khosla había visto ir mal durante la pandemia. El miedo, las demoras, las exigencias sobre los trabajadores esenciales, las limitaciones de los cuidados de la salud telemáticos.

Tres días después de la visita de Teresa a la sala de urgencias, Khosla la vio en una cita de seguimiento. Teresa y Sergio habían llegado temprano. Él se dio la vuelta antes de que Khosla levantara la bata de hospital. Conmocionada por lo extenso de la inflamación, Khosla se compuso rápidamente, esperando que Teresa no se hubiera fijado en su consternación. Hacía una década desde que había visto un caso tan severo. Las biopsias confirmaron sus sospechas: cáncer inflamatorio avanzado de seno.

“Si hubiera venido seis meses antes, podría haber sido solo cirugía, quimio y se acabó,” dijo. “Ahora es incurable.”


La sala de la familia Ruvalcaba hacía tiempo que tenía doble función también como dormitorio de Teresa porque ella quería que cada uno de sus hijos tuviera su propia habitación. Pero después su diagnóstico de cáncer, pasaba casi todo su tiempo allí, sentada en el gran sillón que sus hijos instalaron para ella después de que la inflamación de su pecho hizo demasiado inconfortable dormir en el sofá.

Pasaba las interminables horas enviando mensajes de texto a amigos y mirando viejas películas en español y dibujos animados, aguantando el peso de su seno derecho con su mano izquierda. Permanecía sentada con sus perros- Bagel, un doguillo negro y un mezcla de caniche blanco llamado Max – a sus pies, rara vez salía de casa excepto para pasearlos o para ir a sus citas médicas.

Sergio, que es el único de la familia que puede manejar, la llevaba y la traía del hospital, habiendo conseguido permiso de su supervisor para recuperar el tiempo. La ruta algunas veces les llevaba a pasar por delante de la fábrica, inundando a Teresa de pena mientras se preguntaba, “¿Cuándo voy a regresar?”

Sergio y Teresa casi nunca hablaban de otra cosa que no fuera la logística del día durante esos viajes, cada uno determinado a proteger al otro de sus pensamientos. Un día a finales de febrero estaban yendo a una cita de terapia física para su mano inflamada, un efecto secundario del tumor. Era la primera vez que Teresa salía de casa después de que Roberto le hubiera rasurado casi todo su pelo, el cual había empezado a caer debido a la quimioterapia. Pensaba sobre su familia, su trabajo, su pelo, mientras contemplaba el cielo cubierto y, antes de que Sergio pudiera ver, se limpió las lágrimas.

“No quiero que se sienta triste como yo,” dijo más tarde. “No quiero que él cargue con mi dolor.”

Aún con el seguro de salud de su trabajo, las facturas médicas, vencidas y aparentemente infranqueables, seguían llegando. Algunos días mandaba a Aurora que las arrojara sin abrir en una bolsa de Ziploc en el suelo de la sala. Recibía una paga por invalidez tras el diagnóstico de cáncer y Roberto contribuía lo que podía, pero el dinero no era suficiente para cubrir los gastos de la familia. Solo las facturas sin pagar de las utilidades de la casa subían de $1,600.

Sergio estaba llevando a su madre desde otra cita de terapia física en febrero cuando el tráfico se detuvo por un tren. Sergio, empezando a retrasarse en el trabajo y pensando en todos los correos electrónicos por responder y los mensajes por Slack esperando por él, agitó su rodilla y miró la hora. Desde aquella noche en la sala de emergencias, había estado rebotando de las citas médicas de su madre a su trabajo, al supermercado, a supervisar la cena, a la reposición de las recetas de Teresa, a recoger el pastel de cumpleaños de Aurora. Pensó que podía estallar.

“Trato de ser honesto conmigo mismo y transparente y ser consciente de mis propias capacidades,” dijo. “Pero comencé a sentir el peso de todo de golpe.”

Esperó hasta haber dejado a su madre en casa, dio una vuelta a la cuadra para buscar un espacio donde aparcar, cerró la puerta de su habitación y cerró el programa de trabajo para el día. Entonces se aseguró que su puerta estaba cerrada y, para amortiguar el ruido, lloró sobre sus mangas.

Credit: Alex Garcia, especial para ProPublica

Khosla veía a Teresa cada tres semanas, viéndola entre medio de las sesiones de quimioterapia de Teresa al final del pasillo en el Mount Sinai.

En su cita a mitad de marzo, la doctora se giró después de lavarse las manos en el lavabo y se sintió inmediatamente afectada por el dramático cambio en la apariencia de Teresa.

“La inflamación está decreciendo,” dijo ella. Una intérprete estaba presente para traducir sus palabras al español, pero Teresa entendió esas palabras por sí misma.

“Sí, mucho,” respondió.

La quimioterapia estaba funcionando, el pecho de Teresa casi había recobrado su tamaño normal. Se sentía más ligera y, con el fluido en su pulmón drenado, como que podía respirar de nuevo. Antes de salir, encontró la confianza para preguntarle a la doctora por ayuda con el transporte para no tener que interrumpir a Sergio en el trabajo. Se montó en el taxi, con la última nieve del invierno cayendo alrededor de ella, y por primera vez en meses, Teresa se sintió esperanzada.

“Son mis pensamientos: salir de esto y buscar un part time (trabajo de tiempo parcial) en la mañana, también,” dijo ella más tarde, “para poder [salir] de mis deudas y ayudar a mis hijos.”

Esa mañana mientras estaban sentadas en la sala de reconocimiento, Khosla sabía que el tumor en el pecho de Teresa había respondido bien al tratamiento, pero no por la razón que Teresa deseaba.

Lo más agresivo que es un cáncer — y un cáncer inflamatorio de pecho es a la vez agresivo y raro — lo más rápido que tiende a contraerse. La quimioterapia ataca a las células en desarrollo, y los tumores avanzados con células desarrollándose rápido, como el de Teresa, inicialmente pueden ser blancos más fáciles, pero al final son más difíciles de eliminar.

La oncóloga le dijo a Teresa que su cáncer en fase 4 se había metastatizado, infiltrando sus ganglios linfáticos, esternón, piel, cadera y costilla. Necesitaría hablar con un cirujano para discutir las opciones de tratamiento. Pero Khosla escogió sus palabras cuidadosamente. Quería que Teresa se mantuviera lo suficiente fuerte para superar su tratamiento, y Khosla era una optimista ella misma que le gustaba ver más allá de los índices de supervivencia publicados. Podía sentir que Teresa estaba enfocada en la mejoría que podía ver y sentir, y la doctora luchó con cuanto más decir.

Quiero que tenga algo de paz por un rato, decidió.

Esperaría hasta la cita del mes siguiente.


Mientras Aurora empujaba un carrito en el Cermak Fresh Market en una concurrida tarde de abril, Sergio la seguía a unos pasos de distancia, dejando a su hermana marcar el camino.

Cuando ella confundió el perejil con el cilantro, él le señaló los letreros sobre las hierbas cubiertas de rocío. Él no intervino cuando ella se asustó frente a la pasta, insegura sobre qué salsa comprar para la lasaña que planeaba hacer.

“Intenta averiguarlo,” la instó él, afirmando con la cabeza cuando ella regresó con la marinara.

La salida habría sido inconcebible unos pocos meses atrás, dada la discapacidad de Aurora y su severa ansiedad alrededor de muchedumbres. Pero Sergio estaba intentando ayudar a sus hermanos a ser más independientes. Supervisaba a Aurora mientras esta hacía la cena, y organizó para enseñar a Roberto a manejar. Estaba intentando prepararles para arreglarse sin él a su lado.

Sergio estaba haciendo planes, otra vez, para recoger los hilos de su vida. Ayleen, ahora una estudiante de primer año en el Baylor College de medicina, estaba esperándole en Houston.

No se arrepintió de su decisión de quedarse en Chicago. Al principio, se había preocupado por caer en la autocomplacencia y abandonar sus aspiraciones de convertirse en un doctor, pero ver al COVID-19 asolar las comunidades de color y presenciar el cáncer de su madre fortalecieron su determinación. Se sintió mejor preparado para la escuela de medicina, aún si los años en casa habían amenazado con descarrilar sus planes.

Sergio intentaba no pensar sobre la brecha creciente entre él y Ayleen. Celebró cuando fue aceptada en múltiples escuelas de medicina y fue reseñada en el sitio web de la universidad. Y todavía tenían citas las noches de los fines de semana, se acurrucaban en frente de sus computadoras portátiles- él en Chicago, ella en Houston- para comer pizza y mirar “Superstore” juntos.

Algunas noches se dormían al resplandor de las pantallas, y otras se quedaban despiertos hasta tarde hablando sobre qué pasaría cuando Sergio fuera a Houston, si acabaría yéndose si era aceptado en una escuela de medicina en alguna otra parte o tenía que regresar a Chicago por su familia. La vida podría irse en muchas direcciones desde Houston, pero tenía que llegar allí primero.

En la cocina Sergio permaneció junto al refrigerador, observando a Aurora y Roberto guardar la comida. Roberto sujetó las hamburguesas de pollo. “¿Qué hago?”

“Déjalas fuera,” respondió Sergio. Aurora iba a cocinarlas para la cena de esa noche.

Teresa miraba desde el porche trasero. “Están haciendo lo que yo [antes hacía] por ellos,” dijo. “Los sacrificios que yo hice les están sirviendo.”

Descansó sus manos sobre su pecho, las flores rosas del manzano detrás de ella empezaban a abrirse, y escuchó a sus hijos dentro.


Ocho días más tarde, la familia se reunió en la sala, con Teresa en su sillón, la televisión escuchándose de fondo y sus hijos dispersos alrededor de ella.

Teresa había salido de la cita con su doctor con su cabeza dando vueltas. Había esperado que la oncóloga le dijera que estaba mejorando y que podía regresar al trabajo. Por el contrario, Khosla le había dicho que, aunque ella haría todo lo que pudiera, Teresa probablemente estaría en alguna forma de tratamiento indefinidamente. Tenía pacientes que habían logrado salir adelante seis o siete años con este tipo de cáncer, Khosla dijo, y ella todavía lucharía por lograr una cura. Teresa no hizo ninguna pregunta, solo inclinó su cabeza y lloró.

Credit: Alex Garcia, especial para ProPublica

Ahora, cuando Roberto le preguntó cómo había ido la cita, no respondió. Entonces, cuando Sergio la presionó, ella empezó.

“Ahorita no voy a trabajar,” dijo. “Me van a seguir poniendo más [quimio].”

Se interrumpía entre las frases, sollozando mientras luchaba por sacar las palabras fuera. Más tarde, diría que casi no podía soportar poner esta carga sobre ellos, que había querido echarse al hombro la angustia sola. Pero ellos preguntaron, y ella les dijo sobre la cirugía y la radiación, señalando su cadera mientras explicaba hasta donde el cáncer había alcanzado sus huesos.

Sergio permaneció unos pocos pies aparte, sus pies plantados en la entrada. “Sí,” decía tranquilizadoramente, cuando ella revelaba otro detalle.

Sabría más una vez se reuniera con el cirujano, explicó ella.“Van a tratar de estar al contacto a ver qué es lo que se puede hacer,” dijo, “Pero ahorita, pues, lo que están tratando es que [el cáncer] no corra más.”

Acabó de hablar y miró al suelo.

En un gesto que su hermano y su hermana repetirían momentos más tarde, Sergio cruzó la habitación y sin decir una palabra, envolvió con sus brazos a su madre. Se agachó para besar su cabeza. Después se fue a su cuarto y cerró la puerta.

Melissa Sanchez contribuyó a este reportaje.

Traducción por Carmen Méndez.