¿Quién exige responsabilidades a la DEA cuando sus misiones cuestan vidas?
En 2011, un operativo de la DEA dio origen a una masacre en un pueblo mexicano, pero la agencia nunca investigó qué salió mal.
A principios del 2011, la agencia antidrogas de los Estados Unidos (la DEA por sus siglas en inglés), obtuvo un dato de inteligencia inusual y de alto valor acerca de los líderes del cartel mexicano de los Zetas, una de las organizaciones del narcotráfico más poderosas, e impenetrables, del mundo.
Un agente en Dallas había persuadido al distribuidor de cocaína más importante del cartel en el este de Texas para que le entregara los números rastreables de teléfono celular de los jefes más buscados del grupo, en particular Miguel y Omar Treviño, un par de hermanos sanguinarios cuya crueldad les había ganado altos puestos en la lista de los más buscados por la DEA.
Era un éxito de inteligencia, el tipo de información que se presenta solo una vez en una carrera profesional muy afortunada. Con esos números, las autoridades podrían rastrear los movimientos de los hermanos y finalmente capturarlos. Pero la DEA tomó una decisión con consecuencias fatales. Contra los deseos del agente al mando de la investigación — cuyo informante había advertido específicamente sobre el peligro de un derramamiento de sangre — la DEA pasó la información a una unidad de la policía federal mexicana con un largo historial de filtrar datos a los narcotraficantes.
En cuestión de días, los Zetas, a su vez, fueron informados de que la DEA había descubierto algo importante sobre sus líderes. Los hermanos Treviño adivinaron inmediatamente cuál de las células de su organización les había traicionado y empezaron la caza de soplones. Cuando los presuntos traidores no pudieron ser encontrados, los traficantes fueron por cualquiera que tuviera vínculos con ellos.
Docenas, posiblemente cientos, de personas fueron asesinadas y secuestradas dentro y alrededor de Allende, un tranquilo pueblo ganadero a unos 40 minutos de la frontera estadounidense en el norteño estado mexicano de Coahuila. Pistoleros de los Zetas atraparon a un chico de 15 años, jugador de futbol americano en la escuela secundaria, quien estaba pasando un rato con unos amigos cuyos padres administraban un club deportivo donde uno de los supuestos soplones levantaba pesas. Se llevaron a una mujer de 81 años y a su bisnieto de seis meses. Una familia perdió a casi 20 miembros.
Nubes negras emanaron de un rancho local donde el cartel convirtió un edificio en un crematorio improvisado para quemar los cadáveres de los que habían matado.
Durante años, las autoridades mexicanas no hicieron casi nada para investigar la masacre. Mientras tanto la gente de Allende, comprensiblemente desconfiada de las autoridades que habían jurado protegerles, mantuvieron las bocas cerradas.
Trágicamente, este tipo de desenlace se ha vuelto de sobra conocido en México, donde la impunidad es un azote nacional. Corrupción doméstica, avaricia y miedo han engendrado una epidemia de violencia virtualmente incontestada. Lo que hace este caso distinto es que la DEA prendió la mecha que desencadenó la matanza, y después se mantuvo muda — como si no hubiera jugado ningún papel. Oficiales de la DEA supieron casi inmediatamente que vidas inocentes se habían perdido como consecuencia de compartir los datos de inteligencia con México. La respuesta de la agencia entonces, y durante los siguientes años: nada.
No exigió respuestas de sus homólogos mexicanos, ni suspendió la cooperación con la policía mexicana hasta poder determinar cómo se había filtrado la información. No llevó a cabo una investigación interna sobre la decisión de compartir la inteligencia, ni reevaluó sus propias normas de cómo dar información sensible a México. No informó acerca de la violencia a sus superiores en el Departamento de Justicia ni a sus supervisores en el Capitolio.
Y, quizás enfatizando la percepción de que las vidas destrozadas fueron de alguna forma daños colaterales aceptables en la guerra contra las drogas, la DEA no ofreció ninguna asistencia a la gente victimizada por la filtración ni recursos para ayudar a identificar y arrestar a los responsables.
He pasado la mayor parte del último año investigando y documentando el ataque contra Allende para ProPublica y National Geographic, grabando historias detalladas, frecuentemente desgarradoras, de aquellos que lo vivieron y de aquellos cuyas acciones contribuyeron a causarlo. Docenas de personas en Allende aceptaron hablar conmigo oficialmente, muchas de ellas hablando públicamente por primera vez y a costa de un gran riesgo personal. Hasta los mismos ex-Zetas convertidos en informantes hablaron largo y tendido sobre sus actuaciones y las consecuencias catastróficas. El fiscal federal adjunto del caso se describió como “devastado”. Y eventualmente, el agente de la DEA que lideró la investigación, habló, a veces emocionado, de su parte en la tragedia.
Pero cuando se les presentó este compendio de voces y pruebas, los funcionarios de la DEA se negaron a explicar qué había hecho la agencia, si había hecho algo, para responder a la masacre. El portavoz Russ Baer, dijo unicamente que la agencia atribuye la culpabilidad contundentemente a los hermanos Treviño: “Estaban matando gente antes de que esto pasara, y mataron a gente después de que se suministraron los números”. Me dijo que yo necesitaba tener claro una cosa: “Esto no es una historia en la cual la DEA tiene sangre en sus manos”.
Esto es técnicamente cierto, y tristemente parece ser hecho a propósito. Como resultado de la forma en que se libra la guerra contra las drogas de Mexico, Estados Unidos juega un papel preponderante — proporcionando entrenamiento, material e inteligencia a fuerzas de seguridad que tienen reputaciones de colaborar con narcotraficantes — sin compartir responsibilidad por las repercusiones.
Algunas unidades o programas antinarcóticos mexicanos — incluída la unidad implicada en la masacre de Allende — no existirían si no fuera por los Estados Unidos. Los contribuyentes norteamericanos han inyectado cientos de millones de dólares en los programas antinarcóticos de México a través de los años. Pero aparte de listas imprecisas de capos de la droga que han sido arrestados y las ocasionales oportunidades de foto hechas para la televisión de alijos de droga incautados, no hay casi ninguna explicación pública de lo que estos esfuerzos han logrado, mucho menos de las maneras en que han fallado, o de los daños que han ocasionado.
Este arreglo cuidadosamente coreografiado es conveniente para México también. Permite al gobierno de ese país aseverar que sus policías y fuerzas armadas no reciben órdenes de los gringos. Mientras tanto, Estados Unidos puede atribuirse el mérito cuando ayuda a México a capturar a un capo de la droga, pero declararse inocente cuando algo falla.
Sergio Aguayo es un prominente investigador mexicano de derechos humanos del Colegio de México, que el año pasado lanzó una investigacion independiente sobre la masacre de Allende. Me dijo que, “Los Estados Unidos y su papel siguen siendo un enigma. Pero una cosa que parece clara es que el gobierno tiene sus políticas contra el crimen organizado, y las prosigue sin tener en cuenta los impactos sobre la sociedad mexicana”. Aguayo dijo que puede ser no intencionado, “pero los efectos son claros e inhumanos”.
Sin duda, los Estados Unidos no quiere que sucedan massacres. El objetivo de la DEA cuando obtuvo inteligencia sobre los Zetas, como parte de una operación denominada “Too Legit to Quit” era bueno: poner fin al reino de terror del cartel. La agencia había entrenado y escrutinado a los miembros de la unidad especial de la policía federal mexicana con la cual compartió los datos de inteligencia. Pero la así llamada Unidad de Investigación Sensible (SIU por sus siglas en inglés) opera con un defecto fundamental que ni México ni Estados Unidos han tenido la voluntad política para corregir: los supervisores mexicanos de la unidad están exentos del escrutinio.
“La unidad es solo tan fuerte como su eslabón mas débil”, dijo un ex-alto funcionario de la DEA quien ha pasado la mayoría de su carrera en México. “Si no se escrutina al supervisor, entonces ¿cuál es el punto de escrutinar a cualquiera?”
Pero los agentes de la DEA con quien he hablado dijeron que México desmantelaría el programa antes de someter a sus jefes a una inspección estadounidense. Y la DEA cree que es mejor tener la unidad especial, aún con la posibilidad de corrupcion, que no tener nada. A pesar de sus debilidades, dicen, la unidad ha ayudado en detenciones importantes.
Fuentes de fuerzas policiales federales de los Estados Unidos cercanas al caso de Allende culparon a un supervisor mexicano de la unidad especial por la filtración que desencadenó el ataque de los Zetas. No sería la primera vez. Durante las dos décadas que he estado escribiendo desde y sobre México, la unidad especial (SIU) ha sido rehecha numerosas veces, o como parte de una transformación completa de la policía federal, o porque la unidad había sido infiltrada por narcotraficantes. O en algunos casos, las dos cosas iban de la mano.
A principios de este año, uno de los supervisores de la unidad, Iván Reyes Arzate, se entregó a las autoridades de Chicago que le habian acusado de filtrar informacion a narcotraficantes. Dos de sus predecesores en la unidad, según actuales y antiguos oficiales de la DEA, fueron asesinados.
Una ampliación del escrutinio no haría daño. Pero no es infalible, como la DEA ha aprendido en sus alianzas con otras fuerzas de policías nacionales. Un supervisor aprobado de Colombia, según me dijo un agente de la DEA, pasaba información a traficantes. “Esa información causó que varios colaboradores fueran ejecutados”, dijo, “a la par que algunos de sus parientes”.
Lo que podría facilmente hacer la DEA, sin embargo, sería establecer protocolos firmes y formales para intercambiar información con México. Actuales y antiguos oficiales de la DEA describen el sistema como impreciso y algo aleatorio, con agentes haciendo decisiones independientemente – basándose en su experiencia y contactos – de con quien compartir información, tanto dentro de la DEA como entre sus homólogos extranjeros.
Esta imprecisión es impulsada, en parte, por la evolución de las redes de corrupción, dicen algunos agentes veteranos: resulta que ciertas fuerzas de seguridad Mexicanas podrían filtrar información a un cartel determinado, pero perseguir a otro eficazmente. Los agentes aprendían en consecuencia qué debían compartir y con quién.
Otra cosa que la agencia podría hacer es crear procedimientos obligatorios de control para dar seguimiento a los resultados de sus operativos. Y finalmente, podría y debería investigar a fondo las filtraciones, sobre todo las que tienen consecuencias desastrosas, y comunicar los hallazgos al Departamento de Justicia y al Congreso.
Es cierto que esto podría ralentizar un proceso que por su misma naturaleza requiere velocidad — los narcotraficantes cambian sus números de teléfono celular cada pocas semanas, precisamente para evitar ser detectados. Pero la medida también podría salvar vidas. Todavía no hay una cifra firme de cuánta gente fue asesinada y secuestrada dentro y alrededor de Allende. Una colega mexicana y yo encontramos unas 60 personas cuyas muertes o desapariciones han sido conectadas al asedio de los Zetas basándonos en información de parientes, amigos, archivos judiciales, grupos de apoyo a las victimas, y reportes de prensa.
La DEA ha sido criticada por su papel en otros operativos antidroga de alto perfil que han fracasado, más recientemente en Honduras. Si las autoridades de Estados Unidos van a operar en comunidades mexicanas, tendríamos que estar dispuestos a tratar a la gente que vive allí como trataríamos a los nuestros.