La detención
Cuando la familia Cienfuegos aterrizó en el aeropuerto internacional de Los Ángeles el 15 de octubre de 2020, parecían emocionados y hasta un poco aliviados. Como la pandemia seguía asolando a México, habían venido de vacaciones al sur de California. Organizar esa visita no había sido problema, ni siquiera con poca antelación: el patriarca, el general retirado Salvador Cienfuegos Zepeda, había hecho poderosos amigos estadounidenses durante sus seis años como Secretario de la Defensa Nacional de México. Cuando necesitaba un favor, como visas para su esposa, sus hijas y sus nietas, aún podía llamar a alguien del Pentágono o de la CIA.
Pero cuando la familia se acercó a la fila de los pasaportes, un funcionario de inmigración les pidió que se movieran a un lado. Un hombre de mediana edad que iba vestido, al igual que el general, con un saco azul y jeans, se acercó y se presentó en español como agente especial de la Administración de Control de Drogas (Drug Enforcement Administration, DEA). “¿Podría hablar con el general en privado?” preguntó.
Los dos hombres se apiñaron en una pequeña oficina con otros agentes de la ley. “Hay una orden de arresto en su contra, señor”, dijo el agente. “Esta es una copia de la acusación contra usted”.
Cienfuegos llevaba una mascarilla en la cara y una pantalla de plástico transparente encima, pero estas no ocultaban su confusión y su enojo. “Debe haber algún error”, insistió. “¿Saben quién soy?”
Los agentes sí lo sabían. Durante años, las fuerzas del orden y los servicios de inteligencia de Estados Unidos habían seguido el ascenso de Cienfuegos en el ejército mexicano hasta convertirse en Secretario de la Defensa Nacional en 2012. Desde finales de 2015, la DEA había estado investigando lo que creía que eran los tratos corruptos de Cienfuegos con una banda de narcotraficantes de segundo nivel con sede en Nayarit, un pequeño estado de la costa del Pacífico. En 2019, un gran jurado federal en Brooklyn lo había acusado en secreto de cargos de conspiración por drogas.
“He trabajado con su CIA”, protestó Cienfuegos. “¡He sido honrado por su Departamento de Defensa!”
“Entiendo”, le dijo el agente de la DEA. “Pero aun así ha sido acusado”.
En los tumultuosos días previos a las elecciones de 2020 —con el aumento en los casos de COVID-19, el presidente Donald Trump en campaña y los republicanos del Senado apresurando la confirmación de una jueza para el Tribunal Supremo— el encarcelamiento de un general mexicano retirado no llegó a las primeras planas de las noticias, ni siquiera en Los Ángeles, pero sí fue noticia importante en la Ciudad de México. Sin embargo, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que había prometido por mucho tiempo vencer la arraigada corrupción del país, pareció tomarse la noticia con calma. “Es un hecho muy lamentable el que un exsecretario de la defensa sea detenido, acusado por vínculos con el narcotráfico”, dijo a la mañana siguiente. “Debemos seguir insistiendo —y ojalá también sirva para comprender que el principal problema de México es la corrupción”.
Las fuerzas del orden estadounidenses ya habían perseguido antes a funcionarios mexicanos. El primer zar antidrogas, Jesús Gutiérrez Rebollo, fue aclamado en Washington por su “incuestionable integridad” antes de ser condenado en México por aceptar sobornos de un narcotraficante. También estaba el caso del gobernador Mario Villanueva Madrid, conocido como el Chueco, que cobraba $500,000 dólares por dejar pasar cargamentos de drogas a través de su estado en la península de Yucatán. En 2019, la DEA detuvo a Genaro García Luna, que había sido un poderoso Secretario de Seguridad Pública y había trabajado estrechamente con la agencia durante años.
Sin embargo, Cienfuegos era el funcionario mexicano más importante que había sido acusado en un tribunal estadounidense. Casi dos años después de su jubilación como secretario, seguía siendo inusualmente influyente, ya que había preparado a toda una generación de líderes del ejército. Su ascenso también fue el reflejo de la transformación del ejército mexicano, que pasó de ser una fuerza apolítica con un papel limitado en la vida nacional, a la institución esencial en la que se convertiría con López Obrador. A partir de la década de 1990, con un fuerte apoyo de Estados Unidos, las fuerzas armadas se colocaron al frente de la lucha contra las drogas. Durante el gobierno actual, han ampliado su control de las funciones policiacas federales, al mismo tiempo que asumieron una serie de otras responsabilidades que antes estaban bajo el control de civiles.
Así que, cuando el alto mando expresó su indignación por la detención de Cienfuegos, el presidente se apresuró a defender su causa. Los líderes militares se quejaron en privado ante López Obrador de que los estadounidenses habían realizado una investigación secreta y posiblemente ilegal dentro de México, mancillando a todas las fuerzas armadas. El tono de López Obrador cambió bruscamente. “En otros gobiernos, entraban a México como Juan por su casa”, dijo sobre la DEA. “Incluso operaban. Eso ya no sucede”.
Durante más de una década, Estados Unidos y México resolvieron este tipo de tensiones bajo el marco de la Iniciativa Mérida, un acuerdo histórico que se estableció en 2007 para combatir la violencia criminal que entonces convulsionaba a México. Con el plan se han canalizado más de $3,500 millones de dólares en apoyo de Estados Unidos a México para ayudar al ejército y a la policía a enfrentarse a las bandas criminales, al mismo tiempo que se iniciaron ambiciosas reformas a largo plazo del sistema judicial. Sin embargo, López Obrador siempre tuvo sus dudas respecto a la iniciativa. Como nacionalista de corte tradicional, veía a la DEA como un símbolo de la arrogancia gringa. Lo que el acuerdo de Mérida le trajo a México fueron más armas, argumentaba, y esas armas generaron más violencia.
Sin embargo, aunque las tensiones aumentaron considerablemente, los fiscales y los agentes estadounidenses se quedaron atónitos ante lo que ocurrió a continuación. Apenas dos semanas después de la detención de Cienfuegos, el Procurador General William P. Barr le informó al Secretario de Relaciones Exteriores de México, Marcelo Ebrard, que retiraría los cargos y enviaría al general a su casa. Barr sugirió más tarde que Cienfuegos no era un objetivo tan importante y que los funcionarios mexicanos habían prometido investigar el caso ellos mismos. Barr actuó para proteger “la relación de Estados Unidos con México y los esfuerzos de cooperación de las fuerzas del orden” relacionados con “el tráfico de estupefacientes y la corrupción pública”, dijo el fiscal en jefe del caso.
Sin embargo, el episodio casi condujo a un colapso de la cooperación policial entre los dos países. Envalentonado por lo que los mexicanos vieron como la humillación de la DEA, López Obrador acusó a la agencia de “fabricar” los cargos contra el general. A instancias del presidente, el poder legislativo impuso nuevas y agobiantes restricciones a la capacidad de los agentes estadounidenses para operar en México. Se disolvió una unidad antidrogas de la policía mexicana que trabajaba con funcionarios estadounidenses en casos delicados. Durante meses, México se negó incluso a conceder visas a docenas de agentes de la DEA asignados a ese país.
El año pasado, el gobierno de López Obrador declaró muerta la alianza de Mérida. En su lugar, los dos gobiernos propusieron un nuevo “Marco Bicentenario” que hacía hincapié en la reducción de la violencia y en medidas contra el flujo de armas ilegales estadounidenses hacia México. Sin embargo, casi no mencionaron las operaciones conjuntas contra los capos del narcotráfico, consideradas fundamentales para la creación de confianza bilateral y el fortalecimiento de la policía mexicana. “El éxito de este acuerdo no se medirá por la cantidad de narcotraficantes que llevemos a la cárcel ni por la cantidad de conferencias de prensa que celebremos”, dijo Ebrard en una conferencia de prensa.
Con la detención de Cienfuegos, los investigadores creyeron que por fin habían sacado a la luz la corrupción de alto nivel que ha sostenido al crimen organizado de México. En cambio, dicen, es probable que el episodio defina los límites de la política de seguridad de Estados Unidos en México durante años. “Si teníamos que pagar un precio en México para poder por fin procesar a alguien como Cienfuegos, todos estábamos dispuestos a pagarlo porque habría generado una diferencia”, dijo un veterano agente de la DEA. “Pero en lugar de eso, pagamos el precio y no conseguimos nada”.
Como estrategia para contener el flujo de narcóticos ilícitos hacia Estados Unidos, la guerra contra las drogas en México siempre ha sido una causa perdida. Después de gastar miles de millones de dólares en fortificar la frontera sur, los dos gobiernos siguen interceptando solo una fracción de las drogas que se envían a Estados Unidos. Los traficantes mexicanos se han convertido en una fuerza preeminente en el comercio mundial de las drogas, dominando los mercados estadounidenses de cocaína, metanfetamina, heroína y opioides sintéticos. La avalancha de fentanilo procedente de México está alimentando lo que es ya la epidemia de drogas más mortífera de la historia de Estados Unidos. Las sobredosis de drogas mataron a unas 107,000 personas el año pasado, más del doble de las que murieron en 2015.
Sin embargo, el desafío más importante para Estados Unidos es tal vez la amenaza a la seguridad nacional que representan las cada vez más poderosas organizaciones criminales de México. Según los cálculos de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, los ingresos ilícitos anuales de las bandas han aumentado explosivamente, pasando de unos $2,000 millones de dólares a mediados de la década de 1990 a decenas de miles de millones en la actualidad. Los delincuentes mexicanos también han diversificado sus empresas de forma agresiva, pasando de las actividades tradicionales como el tráfico de inmigrantes y el secuestro a la tala ilegal de árboles y el robo de combustibles. La extorsión sistemática se ha convertido en un hecho común, tanto para los empresarios como para los productores de aguacate.
En los últimos meses, las bandas criminales han paralizado temporalmente varias ciudades mexicanas con explosiones de violencia similares a las de los insurgentes. El índice de homicidios, que descendió ligeramente durante la pandemia, ha repuntado a niveles históricos, más del doble de lo que era cuando comenzó el acuerdo de Mérida. Miles de mexicanos empobrecidos siguen siendo aterrorizados y desplazados por las bandas, que actúan casi con impunidad en amplias zonas del país. Al igual que en Centroamérica, la violencia parece haber contribuido a nuevas oleadas de emigración a Estados Unidos.
Antes de que López Obrador llegara al poder a finales de 2018, hizo campaña durante años con la promesa de reducir la violencia y regresar a las fuerzas armadas a sus cuarteles. Su difuso eslogan “Abrazos, no balazos” comprendía programas sociales que abordaran las raíces de la criminalidad. Sin embargo, esos programas han tenido poco impacto en la violencia. Las fuerzas del orden mexicanas, aunque más militarizadas, son menos eficaces, especialmente en la investigación de los delitos. La nueva Guardia Nacional de López Obrador, dirigida por el ejército y con un tamaño casi tres veces superior al de la disuelta policía federal, solo detuvo a 8,258 sospechosos de delitos el año pasado. Eso fue un 38% de las 21,702 detenciones que hizo la policía en 2018.
El gobierno de Biden ha tratado de mirar en otra dirección. El control que México mantiene sobre el flujo de indocumentados, que comenzó como una humillante concesión a las amenazas arancelarias del presidente Trump, le ha dado a López Obrador tanta influencia en la relación bilateral como la que ha tenido cualquier líder mexicano en décadas. Con un modesto movimiento de las tropas que custodian las fronteras sur y norte de México, podría liberar a una cantidad suficiente de migrantes como para desencadenar una crisis política en Washington. Tal es la deferencia hacia las sensibilidades mexicanas, que llegó un momento en que se les advirtió a los funcionarios de la DEA que no utilizaran la frase “cárteles mexicanos” en sus declaraciones públicas.
Quince años después de que los dos países declararan un esperanzador final al conflicto que marcó su lucha contra el narcotráfico, la saga de Cienfuegos ha dejado al descubierto la fragilidad y los fracasos de esa asociación. Sin embargo, la historia completa del caso Cienfuegos —la larga investigación que condujo a la detención del general, así como sus consecuencias— ha permanecido en gran parte en secreto. En las escuetas explicaciones que los funcionarios estadounidenses ofrecieron después de la detención de Cienfuegos, describieron la investigación como derivada de un caso de rutina contra traficantes mexicanos. En parte eso era cierto, pero también fue parte de un ambicioso esfuerzo de los agentes y fiscales que resolvieron perseguir la corrupción que consideraban fundamental para el poder de los traficantes. Este relato se basa en entrevistas con docenas de funcionarios y exfuncionarios. También se basa en miles de páginas de expedientes judiciales, documentos gubernamentales y notas tomadas en esa época por los funcionarios implicados. Algunas fuentes solo quisieron hablar anónimamente debido a lo delicado del caso; otras hablaron públicamente por primera vez.
La investigación
Mientras los agentes conducían al general Cienfuegos a la cárcel, un detective de Las Vegas se sintió especialmente satisfecho. El detective, Timothy Beck, impulsó la investigación desde sus primeros días, cuando sabía poco de México, no hablaba español y no podía imaginar a dónde podría llegar el caso. Había dado tantos giros que para cuando Cienfuegos reservó sus boletos para Los Ángeles, Beck ya había sido trasladado a otro trabajo. Sin embargo, su jefe en la DEA no tuvo más remedio que enviarlo a Los Ángeles. Si el general decidía hablar, la agencia necesitaría a alguien que supiera hacer las preguntas adecuadas.
Beck nunca se esforzó demasiado por integrarse en un grupo de la DEA en la que abundaban los mormones puritanos. Con el tiempo, abandonó las enormes patillas que se había dejado crecer mientras dirigía una banda local de rock alternativo, pero mantuvo el corte de pelo negro en picos y el tatuaje de zombi. Los supervisores generalmente toleraban las excentricidades de Beck porque valoraban sus logros. Después de casi una década en la unidad antidrogas de la policía de Las Vegas, Beck se ganó un puesto en una fuerza de tarea federal que juntaba a policías estatales y locales con agentes de la DEA para dar caza a los mayores traficantes que pudieran encontrar. En Las Vegas, la mayoría eran mexicanos.
A principios de la década de 2000, la ciudad se había convertido en un centro de distribución de drogas que iban en todas direcciones: Portland, Chicago, Carolina del Norte y Nueva York. Los traficantes mexicanos siempre habían ido a Las Vegas a divertirse, apostar y ver el boxeo. Al desplazar a las bandas colombianas y a otros mayoristas para tomar el control de la distribución de drogas en Estados Unidos, reconocieron a Las Vegas como el tipo de lugar —concurrido y bien conectado, con una comunidad grande de inmigrantes latinos respetuosos de la ley— donde podían operar sin atraer demasiada atención.
Como en muchas otras ciudades estadounidenses, los objetivos principales de la DEA eran los distribuidores que trabajaban con el Cártel de Sinaloa, que en ese tiempo era la más poderosa organización de narcotraficantes en el oeste de México. Aunque la organización era una alianza más funcional que otras, no era exactamente un cártel; sus líderes utilizaban la violencia para imponer la cooperación cuando lo consideraban necesario. El más famoso de ellos, Joaquín Guzmán Loera, conocido como El Chapo, se convirtió en uno de los principales objetivos de los investigadores estadounidenses en 2001, cuando se escapó de una de las prisiones de máxima seguridad de México un día después de que los reclusos mexicanos se volvieron elegibles para la extradición.
Cuando Beck se unió a la fuerza de tarea dirigida por la DEA a finales de 2009, Guzmán estaba ampliando su red de túneles de contrabando por debajo de la frontera de Estados Unidos y enviando metanfetamina líquida en botellas de refresco. Un informante callejero de Beck en Las Vegas le señaló a un distribuidor de metanfetamina que tenía buenas conexiones con los mexicanos. La brigada de Beck comenzó a intervenir los teléfonos de los narcotraficantes hasta llegar a los que estaban vinculados con algunos de los rivales más odiados de Guzmán, los hermanos Beltrán Leyva.
Los cuatro hermanos fueron figuras clave en la federación de Sinaloa hasta que tuvieron una amarga ruptura con Guzmán en 2008. La guerra que siguió dejó cadáveres esparcidos por todo México. Sinaloa era más grande y más fuerte, pero los hermanos eran ingeniosos y enlistaron en su lucha a los Zetas, una banda criminal especialmente despiadada que incluía a veteranos del ejército mexicano. La Organización Beltrán Leyva, o BLO en las inevitables abreviaturas de la DEA, también hizo lo posible por superar en sobornos a sus antiguos socios.
Con el tiempo, los sinaloenses ayudaron a acabar con la Organización Beltrán Leyva. Después de la detención en 2014 de Héctor Beltrán, el último hermano que dirigió la organización, no estaba claro qué quedaba de la banda. Los agentes de Las Vegas encontraron una respuesta en las llamadas por celular que interceptaron: un grupo que se autodenominaba “los H”, por Héctor Beltrán, quien era conocido como “el H”. Al estilo pseudomilitar de los Zetas, Beltrán asignaba apodos numéricos a sus subordinados. Al líder de la banda, Juan Francisco Patrón Sánchez, le decían el H-2.
El H-2 era un hombre volátil de cara redonda, poco conocido fuera del submundo regional. Había crecido en las afueras de Mazatlán, la ciudad playera de Sinaloa, y se convirtió en sicario de los Mazatlecos, una banda local estrechamente aliada con los Beltrán. Más tarde, emergió como lugarteniente de Héctor Beltrán. Después de la detención del capo, el H-2 y sus hombres “eran como huérfanos”, me dijo un antiguo funcionario mexicano. El H-2 reunió a sus fuerzas en Nayarit, un estado encajado entre los bastiones del narco en Sinaloa, Durango y Jalisco. Consiguió goma de opio de la sierra oriental de Nayarit y utilizó las conexiones de la Organización Beltrán Leyva para enviar heroína y otras drogas a Estados Unidos. Hasta donde Beck y su equipo pudieron comprobar, los H parecían no tener dificultades de ningún tipo con las autoridades estatales de Nayarit.
La fuerza de tarea actuó con cautela, incautando un gran cargamento de droga, pero evitando otros golpes que pudieran poner en riesgo su vigilancia. Sentían que habían encontrado un caso inusualmente prometedor. Los H movían mucha droga y mataban a mucha gente. También eran muy descuidados en sus comunicaciones. Incluso sus “llamadas sucias”, en las que hablaban de actividades delictivas, eran por lo general fáciles de descifrar.
Beck y su supervisor de la DEA, Scott Cahill, presentaron su caso ante la oficina del procurador federal en Nevada, pero los fiscales de ahí no estaban interesados. Los objetivos de los agentes estaban muy lejos, y los abogados pensaban que los jueces federales podrían rehusarse a autorizar las intervenciones de teléfonos que se originaban en un tribunal estatal. La sección de narcóticos del Departamento de Justicia en Washington también se rehusó a tomar el caso.
Cahill instó a su equipo a seguir adelante. Luego, en el verano de 2015, los agentes recibieron otra oportunidad de promover su caso: la División de Operaciones Especiales de la DEA los invitó a una reunión a puerta cerrada de agentes federales y fiscales en San Diego. La reunión se centró en los temas de Guzmán y Sinaloa, pero Beck y el analista de inteligencia de su grupo hicieron una breve presentación sobre su poco conocida banda de Nayarit. En cuanto terminaron, un hombre alto y de hombros anchos se apresuró a acercarse a ellos. Cahill pensó que parecía un universitario. Se presentó como Michael Robotti, fiscal adjunto del Cártel de Nueva York, el famoso distrito judicial con sede en el centro de Brooklyn.
Con poco más de 30 años, Robotti ya se había distinguido entre los jóvenes fiscales del Distrito Este. Era inteligente, organizado y trabajaba casi sin parar. Sus colegas le apodaban cariñosamente el Robot, pero lo veían como algo más que una simple máquina. Al incorporarse a la unidad internacional de narcóticos a principios de 2015, se le asignó una pila de expedientes de Sinaloa, incluido el de Guzmán. Pero después de que Guzmán fue recapturado por un equipo de élite de infantes de marina mexicanos, el presidente Enrique Peña Nieto insistió en que el traficante sería procesado en México. Robotti necesitaba un proyecto nuevo.
“¿Quién lleva su caso?”, les preguntó a Cahill y a Beck. “Yo lo quiero”.
Los investigadores pronto comenzarían a ver a Nayarit como un microcosmos del narcoestado en el que los funcionarios de seguridad de Estados Unidos temían desde hacía tiempo que México pudiera convertirse. Su joven y telegénico gobernador, Roberto Sandoval Castañeda, subió al poder en 2011 como abanderado del Partido Revolucionario Institucional o PRI. El partido, que dominó la política mexicana hasta el año 2000, seguía teniendo a Nayarit bajo su control. La campaña de Sandoval prometía el regreso a la estabilidad del pasado, o por lo menos el final de la violencia que había convertido a la adormecida capital del estado, Tepic, en una de las ciudades más peligrosas del mundo.
Nayarit estaba entonces inundado por la sangre derramada en la guerra entre el Cártel de Sinaloa y la Organización Beltrán Leyva. Los cuerpos destrozados de combatientes, policías y transeúntes inocentes aparecían en las esquinas y colgaban de los puentes de las autopistas. Sandoval se puso en contacto con los hermanos Beltrán aún antes de conseguir la candidatura del PRI, según informaría más tarde uno de los antiguos ayudantes del gobernador a los investigadores. El grupo había tenido presencia en el estado durante años, pero Sandoval, que entonces era alcalde de Tepic, ofreció dejarlos operar libremente si ayudaban a financiar su campaña. Solo les pidió a cambio que mantuvieran su violencia al mínimo.
Como gobernador, Sandoval encomendó la pacificación de Nayarit a su procurador general en funciones, Edgar Veytia. Con doble nacionalidad mexicana y estadounidense, Veytia creció entre San Diego y Tijuana antes de trasladarse a Tepic para estudiar derecho. Existe la duda de si obtuvo su título, pero pronto se casó con una integrante de una familia arraigada en la política local del PRI. Con la ayuda de su nuevo suegro, comenzó a crear una pequeña fortuna como operador de autobuses.
Bajito y fornido, con un bigote de morsa, Veytia no tenía nada del carisma vaquero del gobernador, pero rápidamente se dio cuenta de cómo se jugaba a la política en Nayarit. Durante la carrera de Sandoval por la alcaldía, Veytia le prestó autobuses y dinero en efectivo; cuando Sandoval ganó, Veytia cosechó un puesto rico en sobornos como director de transporte de Tepic. Más tarde, ocupó brevemente el cargo de jefe de la policía estatal.
Una vez que Sandoval tomó posesión como gobernador, nombró a los Beltrán Leyva como la organización criminal autorizada de Nayarit. La policía estatal persiguió a narcotraficantes y pistoleros vinculados con el Cártel de Sinaloa, pero dejó en paz a las fuerzas de los Beltrán. Si un miembro de la Organización Beltrán Leyva era detenido, podía decir que era “de la gente” —esa era la contraseña— y salir libre. Tras la disolución de los Beltrán, el H-2 heredó el arreglo.
La violencia pronto comenzó a disminuir. Veytia obtuvo suficiente atención como supuesto luchador contra el crimen para soñar con postularse algún día para la gubernatura. A veces tenía que recordarle al H-2 que se abstuviera de matar o secuestrar a civiles comunes, pero también podía aprovecharse de esas transgresiones al coordinar con el H-2 el “rescate” de las víctimas de secuestro para luego regodearse en la publicidad. Los medios de comunicación simpatizantes (a los que les pagaba) le llamaban el Fiscal de Hierro.
Además de su teléfono gubernamental y su celular personal, Veytia llevaba dos teléfonos “desechables”: uno que utilizaba para enviarle mensajes de texto al H-2 y otro para el Cártel Jalisco Nueva Generación o CJNG, una poderosa mafia del narcotráfico que había negociado un acuerdo similar en el sur de Nayarit. En las comunicaciones de Veytia con el H-2, utilizaba el nombre en clave de Diablo. En la prensa, se proyectaba en favor de la transición de México a un sistema de justicia moderno y acusatorio en el marco del plan Mérida. “Llevamos cuatro años preparando este camino”, dijo Veytia, “y vamos a luchar contra la delincuencia a todos los niveles”.
Por muy cómodas que estuvieran las cosas en el Nayarit de Veytia y Sandoval, el H-2 también quería protección fuera del estado. Sabía cómo funcionaba el sistema: los H podían pagarle a una fuerza policial o militar, para después descubrir que otra trabajaba contra ellos y a favor de sus rivales. La policía federal utilizaba habitualmente la información de un grupo de traficantes contra otro. Los militares y la policía se espiaban mutuamente. El ejército mexicano espiaba a la DEA, y los funcionarios mexicanos corruptos entregaban información confidencial de Estados Unidos a los traficantes que les pagaban. Si los H querían expandirse, necesitarían aliados a nivel nacional, gente que pudiera advertirles de lo que podía estar por suceder.
El Padrino
Para investigar a los H a 2,500 millas de distancia, Robotti y la fuerza de tarea establecieron una sala de monitoreo —en inglés “the wire room”— en Tucson, Arizona, donde el FBI estaba investigando a otra filial de los Beltrán Leyva. Contaban con intérpretes de español que trabajaban sin descanso para descifrar las comunicaciones de los traficantes. Beck y otros agentes se turnaban para volar a Tucson y supervisar a los agentes, estudiando los mensajes de texto y enviando resúmenes diarios de las actividades de los traficantes a Las Vegas y a Brooklyn.
Una cantidad desproporcionada de los traficantes más conocidos de México, incluidos Guzmán y los hermanos Beltrán, habían crecido entre campesinos cultivadores de drogas de la Sierra Madre Occidental. Su tecnología de comunicaciones no solía ser la más avanzada, y sentían una devoción especial por los aparatos BlackBerry y su aplicación de mensajería, productos canadienses que creían que estaban fuera del alcance de la vigilancia estadounidense. Durante un tiempo así fue, pero la empresa matriz de BlackBerry respondió a las peticiones de Estados Unidos y eventualmente trasladó uno de sus servidores a Texas. Los investigadores estadounidenses pudieron entonces intervenir el tráfico de la empresa en México con una orden judicial de Estados Unidos. Para propagar la leyenda de la impenetrabilidad de BlackBerry, la DEA también envió informantes de vuelta a sus bandas. Para cuando los traficantes se dieron cuenta de su error, algunos habían entregado años de información incriminatoria.
Los H eran especialmente descuidados. El H-2 y sus secuaces se texteaban como adolescentes, lo que permitía que los agentes vigilaran sus actividades casi en tiempo real. Las conversaciones solían estar codificadas, a veces con cuidado, pero a menudo simplemente las filtraban a través de chistes internos, una ortografía atroz y una especie de narcojerga. Les gustaba especialmente utilizar fotografías: una pistola que apuntaba para señalar un trabajo planeado, o la imagen de un mapa para mostrar hacia dónde podría dirigirse un traficante. Descifrar sus mensajes no era criptografía.
El 9 de diciembre de 2015, Beck y otros agentes estaban en sus cubículos en las oficinas tipo almacén de la DEA en el centro de Las Vegas cuando vieron un largo intercambio de mensajes entre el H-2 y uno de sus principales lugartenientes, Daniel Silva Gárate, un ostentoso traficante de 38 años conocido como el H-9. Los agentes sabían que H-2 había enviado a Silva a la Ciudad de México para reunirse con un contacto y que la reunión parecía importante, ya que el H-9 estaba actualizando a su jefe con cada movimiento que hacía.
“Ya vamos”, escribió el H-9. “Para con el padrino”.
El traficante le envió a su jefe una captura de pantalla de un mensaje que había recibido de alguien a quien se refirió como “Zepeda”, quien le aconsejaba al H-9 que no se asustara por la flotilla de camionetas SUV sin distintivos que se dirigía hacia él. “Yo mandaré 5 camionetas o 3 para quedarme con 2”, escribió Zepeda. “Serán negras con vidrios oscuros”. Momentos después, el H-9 le informó que se encontraba en un convoy de vehículos que se movían por la capital mexicana a toda velocidad, aparentemente con una escolta de motocicletas. “Van como lokos”, le informó en un texto.
Cuando el viaje terminó, el H-9 se encontró dentro de lo que llamó “la secretaría de defensa”, rodeado de hombres con la cabeza rapada y con boinas. “Es otro boleto el padrino”, escribió. “Es el segundo presidente”.
El lugarteniente describió que se había reunido con un oficial uniformado, “güero güero” y mayor, y que fue conducido a una casa en una colonia de clase alta. Mientras él y el oficial se sentaban a cenar, el H-9 continuó enviando mensajes de texto. “Oiga, este sr es el que sale... en la tele”, escribió. “Y me dice ‘usted no... meavisto’. Yo a usted dice que no ay problema… pero que nada más… que borremos de la memoria que estamos comiendo con él”.
Eso se entendía, respondió el H-2. Se desharían de sus teléfonos justo después de la reunión. “Dígale q de mi parte nunca va a tener un problema”, escribió.
El H-9 transmitió lo que parecía ser una promesa del oficial “Que a usted jamás se lo van a chingar con marionos ni con militares y a partir de mañana tampoco con pfp”, la Policía Federal Preventiva.
La reunión parecía ir espléndidamente. El H-9 envió un mensaje de texto diciendo que había conocido a un hombre llamado “Virgilio Daniel mendes vazan”, al que describió como “el segundo… del… padrino”. El general Méndez Bazán había sido Subsecretario de la Defensa Nacional y había trabajado estrechamente con Cienfuegos durante varios años (Méndez Bazán ha negado haber tratado con traficantes).
Los agentes supusieron que el H-9 había sido elegido para la misión porque era más sofisticado y presentable que otros tenientes del H-2. Sin embargo, era notablemente ignorante de quién dirigía la organización de defensa de México. “El padrino me dio el nombre de salbador sinfuego sepeda”, informó, aparentemente escribiendo mal el nombre de Cienfuegos. “Algo así”.
El H-9 comenzó a transmitir los mensajes del padrino directamente: “Dice que el quiere que aga dinero que el dinero es poder. Que usted diga en que parte quiere trabajar”.
El H-2 contestó que tenía proyectos en su ciudad natal, Mazatlán, y también otras aspiraciones: “Q primero dios sueño con ser grande, pero también quiero cambiar la historia de la mafia q no me anden buscando para matarme”, escribió. “Quiero hacer todo lo mejor q pueda para q me quieran”.
En Las Vegas, Beck y otros agentes comenzaron a buscar en Internet los nombres que aparecían en las transcripciones. No tardaron en suponer que los traficantes de Nayarit podrían estar negociando con el Secretario de la Defensa Nacional de México. Los investigadores ya estaban seguros de que tenían un caso excepcional contra los H; ahora estaban obteniendo información de que los traficantes posiblemente estuvieran solicitando la protección de algunos de los más poderosos funcionarios del país. “Teníamos a un miembro del cártel, que no sabía que estaba siendo interceptado, diciendo por el cable: ‘Este es con quien me estoy reuniendo’”, recordó Robotti.
No estaba claro por qué el poderoso Secretario de la Defensa Nacional de México podría estar trabajando con algunos traficantes de segundo nivel. Entre bastidores, dijeron los funcionarios, Cienfuegos había apoyado un programa secreto de la CIA que entrenaba a una unidad de élite del ejército mexicano para desbaratar las operaciones de tráfico. Pero los estadounidenses también veían a Cienfuegos como un aliado algo reacio en la lucha contra las drogas, un nacionalista ferviente que no escondía su hostilidad hacia la DEA. Según varios funcionarios actuales y anteriores, los expedientes de los servicios de inteligencia estadounidenses también indicaban que sospechaban que Cienfuegos había protegido a narcotraficantes mientras estuvo al mando de regiones militares que se empalmaban con bastiones de los traficantes. Una de esas regiones incluía a Nayarit.
En los mensajes al H-9, la persona a la que llamaba “Zepeda”, el segundo apellido del general, parecía aludir a una relación anterior con los hermanos Beltrán. Durante los meses siguientes, les pidió dinero a los H con descarada frecuencia, explicando que necesitaba compartirlo con colaboradores que compartían sus ideas en el gobierno, entre ellos al menos dos miembros civiles del gabinete cuyos nombres o apodos aparecían en varios mensajes.
Un mes después de la visita del H-9 a la Ciudad de México, los agentes de la fuerza de tarea obtuvieron nuevas pruebas que parecían confirmar quién podría ser el padrino. El 8 de enero de 2016 corrió la noticia de que Guzmán —después de una segunda fuga dramática de una prisión de alta seguridad el año anterior— había sido recapturado. Una vez más, fueron las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia estadounidenses los que siguieron su pista hasta encontrar una casa de seguridad en Sinaloa. Los héroes públicos de la operación fueron los infantes de marina mexicanos de la Unidad de Operaciones Especiales o UNOPES, que colaboraron estrechamente con los estadounidenses.
Esa noche, mientras los H se enviaban mensajes de texto entre ellos riéndose de que a los perros de Sinaloa les habían dado su merecido, la BlackBerry del H-9 recibió un mensaje desde la Ciudad de México. El padrino quería dinero de nuevo. Horas más tarde, uno de los hermanos del H-2, Jesús Ricardo Patrón Sánchez, o el H-3, le envió al H-2 una captura de pantalla de una conferencia de prensa televisada sobre la captura de Guzmán. En su mensaje, el H-3 identificó a un hombre que aparecía en la fotografía como el “padrino” de H.
Desde su cubículo en las oficinas de la fuerza de tarea, Beck veía los mensajes a medida que iban llegando. Los agentes buscaron en las televisoras mexicanas en línea y encontraron un clip de noticias que coincidía con la captura de pantalla del H-3. El video mostraba al general Cienfuegos y a otros secretarios mientras anunciaban la captura de Guzmán ante una audiencia de diplomáticos extranjeros. Emocionados por la noticia, Cienfuegos y los demás funcionarios se abrazaban mientras el público aplaudía.
“Ese tiene que ser nuestro hombre”, dijo Beck.
Beck y sus colegas vieron cómo la guerra de la banda de Nayarit con el Cártel de Sinaloa se intensificó después de la captura de Guzmán. Era una batalla por el territorio, pero también personal. El H-2 estaba obsesionado por reconquistar Mazatlán, un antiguo bastión de los Beltrán Leyva. Los tiroteos desde vehículos, las torturas y las peleas callejeras convirtieron las transcripciones de la fuerza de tarea de Las Vegas en una cartelera sangrienta de la banda, ilustrada con fotografías de teléfonos celulares. En una ocasión, uno de los sicarios envió una imagen de miembros desmembrados formando la letra H.
Las intercepciones sugerían que el H-2 también se estaba volviendo paranoico. La fuerza de tarea había identificado múltiples celdas en todo Estados Unidos que distribuían las drogas de la banda. El H-2 sabía que la creciente red lo volvía vulnerable, y le preocupaba en particular su principal mayorista en el sur de California, un traficante de 31 años conocido como Paisa. De hecho, la fuerza de tarea esperaba voltear al Paisa, cuyo nombre era Cristian Aranda González, pero cuando enviaron un escuadrón de la DEA para arrestarlo en Los Ángeles, Aranda escapó de vuelta a Nayarit.
El H-2 tenía otra razón para sospechar que había un sapo, término que se usa para describir a los informantes. El padrino en la Ciudad de México le estaba enviando mensajes preocupantes al H-9, su lugarteniente, sobre una investigación estadounidense de los H. “Mire ay le va no tienen orden de extradición pero va para ya”, le dijo “Zepeda” por texto el 8 de agosto de 2016. El H-2 “debería tener mucho cuidado”, agregó. “Tienen testigos protegidos [y] estas personas que lo estan señalando...”.
Los agentes de la fuerza de tarea estaban atónitos. Si todavía no podían demostrar de forma concluyente que “Zepeda” era Cienfuegos, ahora tenían pruebas de que el guardián de la banda estaba filtrando información que solo conocía una cantidad muy reducida de funcionarios estadounidenses. Incluso era un misterio cómo el Secretario de la Defensa Nacional de México podía haberse enterado de algunos detalles del caso. Antes de que pudieran resolverlo, sin embargo, los agentes tuvieron que apresurarse para responder a la información que les llegaba por cable, en la que se indicaba que los H amenazaban con matar a Aranda. Encontraron un número de teléfono suyo y le pidieron a un agente que hablaba español que le llamara de inmediato. Un hombre contestó la llamada. “Esta es la DEA”, dijo el agente. “Queremos que sepas que va a haber un atentado contra tu vida”. Si Aranda recibió la advertencia, al parecer la ignoró. Lo asesinaron unos días después.
Los agentes estaban monitoreando los cables el 9 de febrero de 2017, cuando un equipo de élite de infantes de marina mexicanos invadió Tepic. La operación produjo algunas de las imágenes más memorables de la guerra contra las drogas en el país: videos grabados con teléfonos celulares de los asustados vecinos mostraban las luces de un helicóptero de combate Blackhawk que se sostenía en el cielo nocturno. Sus reflectores apuntaban hacia el patio amurallado de una casa acomodada. De pronto, el Blackhawk abrió fuego con sus ametralladoras que disparaban ráfagas iluminadas por trazadores. Los pistoleros devolvieron el fuego, pero fueron diezmados.
En un comunicado, la marina mexicana informó que las “fuerzas federales” en un “seguimiento coordinado” habían encontrado a los delincuentes en su casa de seguridad y “repelieron la agresión” cuando los atacaron. Juan Francisco Patrón Sánchez, el H-2, murió junto con otras siete personas, informó la marina. Daniel Silva Gárate, el H-9, murió en otro tiroteo al día siguiente, aunque el hombre que lo iba conduciendo en un sedán compacto Nissan supuestamente consiguió escaparse. En una conferencia de prensa acartonada, Sandoval, acompañado de Veytia y oficiales militares, presentó la operación como una victoria de la justicia. “Se demuestra que ante la paz y tranquilidad que hemos ofrecido a los nayaritas, el estado de derecho”, dijo, “nada en contra de la seguridad y la paz”.
La historia de los H podría haber terminado ahí. La banda se dividió. El CJNG se instaló casi al instante, reclutando a un antiguo sicario de los H para que ayudara a controlar el territorio.
Sin embargo, semanas después de las muertes del H-2 y el H-9, el caso de pronto volvió a cobrar vida. Mientras cruzaba la frontera para visitar a su familia en San Diego, Veytia fue detenido por agentes federales. La fuerza de tarea había estado interceptando sus teléfonos durante casi un año, y el FBI llevaba aún más tiempo investigándolo. El Distrito Este y la sección antidrogas del Departamento de Justicia lo acusaron a principios de marzo de delitos de conspiración por drogas. Ante la posibilidad de pasar décadas en prisión, Veytia les dijo a sus abogados que quería llegar a un acuerdo. Los fiscales y los agentes se apresuraron a ir a San Diego; el jefe antinarcóticos del Departamento de Justicia, Arthur Wyatt, voló personalmente desde Washington.
Veytia no los decepcionó. Por órdenes del gobernador Sandoval, les dijo a los investigadores, llevó a la mayor parte del aparato judicial del estado a una asociación de gran alcance con los H. “El propósito del acuerdo era que los narcotraficantes hicieran lo que tenían que hacer, pero que dejaran en paz a los civiles”, según un resumen de su primer interrogatorio.
Veytia admitió que incluso había torturado a traficantes rivales en nombre de la banda. Él y sus comandantes policiales solían utilizar pistolas eléctricas (tasers) para esos interrogatorios. Pero al igual que los traficantes mexicanos tomaron el ejemplo de Al Qaeda y de ISIS al aterrorizar a los civiles y decapitar a sus enemigos en video, Veytia y sus comandantes parecieron seguir el ejemplo de la CIA. A veces, con los sospechosos de delitos que consideraban importantes, les hacían torturas con agua (waterboarding), dijo.
Veytia afirmó que no lo había hecho por dinero, pero ganó mucho. Los H le pagaban entre $1.5 y $2 millones de pesos al mes (más de $100,000 dólares, según el tipo de cambio). Repartía la mayor parte del dinero entre los comandantes de la policía, los jueces y otros, agregó, pero se quedaba con una parte para él. También se llevaba tajadas de los sobornos que le pagaba al director de la prisión y de las drogas, vehículos y otros bienes que la policía estatal incautaba a los sospechosos de delitos y luego vendía, normalmente a otros delincuentes. Además de los sobornos habituales de los H y del Cártel de Jalisco, Veytia recibió gratificaciones en efectivo, automóviles y joyas de varios traficantes. Cada año, sus comandantes de la policía estatal también contribuían para comprarle un costoso reloj.
Incluso algunos de los agentes que tenían mucha experiencia en México se sorprendieron al ver cómo se corría el telón. Veytia rindió una cuenta completa de sus ganancias ilícitas. Estas incluían 28 autobuses (aún estaba pagando otros cinco), tres estaciones de autobuses, cuatro grúas y un estacionamiento. Era propietario de un edificio de oficinas en Tepic, de un lucrativo negocio notarial y de un rancho ganadero. Sus otras propiedades incluían cinco casas en Nayarit, dos casas y tres apartamentos en San Diego y una casa en Guadalajara. Tenía cuentas bancarias y fiduciarias, lingotes de oro guardados y una docena de relojes Rolex. Mantenía $40,000 dólares en efectivo escondidos bajo su cama.
Sandoval se había enriquecido aún más. El gobernador pasaba ahora su tiempo libre en extensos ranchos, montando sementales pura sangre (después lo acusaron de haber robado fondos de un programa de ayuda a los agricultores pobres). Además, tenía otras casas y millones de dólares escondidos en diferentes partes de México, más que suficiente para renunciar a los sobornos que recibía de los H.
Cuando la violencia se intensificó, Sandoval le dijo a Veytia que los H eran más problemáticos que lo que valían. Era momento de tomar otro rumbo. “Estaban fuera de control”, me dijo Veytia después en una entrevista. “Teníamos que resolver ese problema”.
Más impactante para los fiscales y los agentes que los detalles de la corrupción de Nayarit fue la historia que Veytia les contó sobre el desmantelamiento de los H por parte del gobierno. Los estadounidenses sabían que la unidad de operaciones especiales de los infantes de marina había llevado a cabo la operación. Durante años, la unidad había trabajado más estrechamente con los oficiales antidrogas estadounidenses que cualquier otra fuerza mexicana. Su comandante, el almirante Marco Antonio Ortega Siu, evitaba de manera deliberada llamar la atención en México. Pero el almirante, un antiguo piloto de helicóptero fuerte y canoso, era una leyenda entre las fuerzas del orden estadounidenses, las cuales le atribuían la captura de Guzmán (dos veces), el desmantelamiento de los Zetas y la destrucción de la Organización Beltrán Leyva.
Fue Ortega Siu quien preparó y supervisó el ataque contra los H, dijo Veytia a los investigadores. Era bien sabido que la marina mexicana tenía una larga enemistad con la Organización Beltrán Leyva. Después de que en 2009 los infantes de marina mataron a Arturo Beltrán, el líder de la banda, en su primera acción importante con la DEA, la banda tomó represalias y asesinó a familiares de un infante de marina que había muerto en la operación. Ortega Siu, sin embargo, parecía estar buscando algo más que la venganza, dijo Veytia en su interrogatorio.
Veytia declaró ante los investigadores que Ortega Siu decía que los H les estaban pagando a oficiales de alto nivel del ejército para que los protegieran. Los H le habían dicho a Veytia lo mismo muchas veces. Ortega Siu no dijo quiénes eran esos oficiales, pero dejó en claro que la relación era un problema, dijo Veytia.
Con la ayuda de Veytia, las fuerzas de Ortega Siu habían planeado su operación durante varios meses. Había un capitán de la marina asignado para trabajar con Veytia que llevaba el apodo de Tigrillo. Según el fiscal, rastrearon los movimientos del H-2, investigaron las casas de seguridad de la banda y formaron una flotilla de camionetas y automóviles incautados por las autoridades estatales. Por último, Veytia llamó al jefe de los traficantes y organizó una reunión. Temprano por la noche del 9 de febrero, el H-2 subió al automóvil del fiscal, dejando atrás a sus guardaespaldas.
Veytia dijo que condujo hasta una casa en Tepic donde se habían reunido antes. Cuando el H-2 entró, los efectivos de Tigrillo se lanzaron sobre él y lo arrastraron escaleras arriba. Durante la siguiente hora, Veytia esperó abajo mientras los operadores torturaban e interrogaban al traficante. “Veytia oyó llorar al H-2”, se lee en las notas de un interrogatorio. Cuando los infantes de marina bajaron al H-2 estaba sangrando, pero podía caminar.
Los efectivos de la marina metieron al H-2 en la parte trasera de una camioneta y lo condujeron a una cuadra cercana al refugio amurallado de la banda, donde ya se había desplegado una fuerza de la marina más numerosa. Después de eliminar a los sicarios, dijo Veytia a los investigadores, los efectivos de Tigrillo sacaron a empujones al H-2 de la camioneta, le entregaron un arma y le dijeron que corriera. Veytia no pudo ver al traficante mientras se alejaba cojeando, pero sí oyó claramente lo que el H-2 les gritó a sus captores: “¡Soy gente de Cienfuegos!”. Los infantes de marina lo mataron a tiros.
El siguiente traficante en la lista de Tigrillo era el H-9, dijo Veytia. Lo localizaron al día siguiente y lo capturaron junto con otro de los lugartenientes del H-2. Veytia y los infantes de marina condujeron al H-9 por Nayarit en un sedán Nissan color rojo vino mientras lo presionaban para que les indicara las casas de seguridad donde podrían encontrar a los pistoleros de la banda o sus armas. Después de un rato, el H-9 se enojó. Iba a comunicarse con su padrino, les advirtió. Su padrino “arreglaría la situación”. Veytia le informó a Tigrillo de la amenaza. Poco después, oyó disparos. El H-9 yacía en el suelo, asesinado por los efectivos de la marina.
Veytia les dijo a los investigadores que Ortega Siu había monitoreado la operación y que creía que Ortega Siu le había dado a Tigrillo la orden de ejecutar al H-2. “El almirante le dijo a Veytia que el H-2 debía morir porque tenía demasiada información sobre el gobernador y algunas personas del ejército”, dicen las notas de un interrogatorio.
En la sala de interrogatorios, los fiscales y los agentes se miraron incómodos. Veytia estaba acusando al socio mexicano de mayor confianza de la DEA de ordenar la tortura y ejecución de un traficante que era objeto de una importante investigación estadounidense, posiblemente para encubrir a funcionarios corruptos de alto nivel en el ejército mexicano. “Todos los que estaban ahí reconocieron lo que significaba”, dijo una persona involucrada en el caso.
Los interrogatorios de Veytia se prolongaron durante más de 100 horas en 10 sesiones (ProPublica y The Times obtuvieron copias de muchos de los resúmenes de estas sesiones). Sus acusaciones resonaron por todo el Departamento de Justicia. Aunque sus declaraciones se mantuvieron en secreto, los funcionarios de la DEA se enteraron de ellas y respondieron con vehemencia. Ortega Siu y sus infantes de marina habían hecho extraordinarios sacrificios en la lucha contra las drogas, dijeron. En un gobierno plagado de corrupción, habían sido de una confianza casi única. “Por un lado tenías al almirante y a la marina mexicana, que habían prestado un servicio heroico y habían demostrado ser honestos y confiables durante muchos años”, dijo Paul Craine, que entonces era el jefe de la DEA en México. “Por el otro lado, estaba Veytia, que había utilizado todo el aparato estatal de Nayarit para apoyar de manera corrupta a un narcotraficante asesino”.
(Ortega Siu, que ya está jubilado según la Secretaría de la Marina, no pudo ser localizado para hacer comentarios. Un portavoz de la marina se abstuvo de contestar preguntas sobre las acciones en Nayarit, diciendo que era necesario que esas operaciones siguieran siendo confidenciales por razones de seguridad nacional).
En los meses posteriores a la eliminación de los H, los agentes de la fuerza de tarea y los fiscales reconstruyeron su propia versión de los hechos, que coincidía en muchos elementos con la versión de Veytia. Con base en sus intercepciones y otra información, dijeron unos exfuncionarios, los agentes confirmaron que el H-2 había planeado reunirse con Veytia cuando fue aprehendido. Después, los teléfonos del traficante se apagaron. Algunos de sus lugartenientes, incluido el H-9, concluyeron rápidamente que Veytia había traicionado a su jefe y le había tendido una trampa en la casa de seguridad.
El relato de la marina mexicana sobre el asesinato del H-9 iba aún más en contra de las pruebas que los investigadores estadounidenses habían reunido. Por medio de intercepciones e informantes, los agentes se enteraron de que al día siguiente del asalto con el helicóptero, la policía estatal había de hecho localizado al H-9 en un hotel de Tepic, junto con el jefe de los sicarios de la banda. Pero el tráfico de mensajes y otra información respaldaban en gran medida la afirmación de Veytia de que había dejado libre al pistolero y lo había entregado a los infantes de marina.
Al parecer, las autoridades de Nayarit dejaron que los fotógrafos locales de Tepic grabaran la escena del cuerpo del H-9 desplomado sobre el asiento de un Nissan Sentra rojo baleado. Esa imagen era de hecho difícil de entender. ¿El traficante, que se autodenominaba el Señor de las Tanquetas por su afición a los vehículos blindados, había tenido que huir en un sedán barato? Para los agentes de Las Vegas, casi toda la escena del crimen parecía burdamente escenificada. “Parecía el típico montaje de colocar los cadáveres”, recordó Cahill, el supervisor de la fuerza de tarea. “Era una farsa”.
El jefe en funciones de la división penal del Departamento de Justicia, Kenneth A. Blanco, estaba lo suficientemente preocupado por el asunto como para volar a la Ciudad de México en otoño de 2017. En una reunión con el procurador general de México Alberto Elías Beltrán, Blanco expuso lo que los estadounidenses habían escuchado, dijeron varios funcionarios. Blanco pidió a los mexicanos que investigaran las acciones de Ortega Siu y sus infantes de marina. Hasta que pudieran exculpar a ese equipo de la UNOPES, les dijo Blanco a los funcionarios de ambos países, las agencias estadounidenses no podrían volver a colaborar con ellos. “No íbamos a trabajar con una unidad que participaba ejecuciones extrajudiciales”, dijo un funcionario del Departamento de Estado.
Por lo general, los funcionarios estadounidenses encontraban buenas razones para no procesar casos de corrupción de alto nivel en el ámbito de las drogas en México. Las acusaciones que escuchaban frecuentemente eran viejas. Casi siempre era difícil corroborarlas, en parte porque los expedientes financieros y de propiedad mexicanos eran fáciles de ocultar. Los funcionarios de Washington también se mostraban reacios a perseguir a los funcionarios sospechosos cuyo enjuiciamiento podría desestabilizar la compleja relación de Estados Unidos con México. El problema de las drogas era importante, pero menos que otras cosas, como la lealtad de México durante la Guerra Fría o el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Robotti estaba apenas comenzando a considerar este tipo de cuestiones en relación con un posible caso contra el general Cienfuegos cuando fue asignado para trabajar de tiempo completo en el juicio contra Guzmán. Era una asignación codiciada, pero totalmente absorbente. En preparación para el juicio de Guzmán, los fiscales identificaron a más de 100 posibles testigos y entrevistaron a docenas de ellos, incluidos traficantes de alto nivel extraditados bajo los acuerdos de Mérida. Fue una tarea enorme, pero que dio lugar a un nuevo y notable capítulo en la historia oficial secreta del tráfico de drogas en México.
Cuando el juicio por fin inició en Brooklyn en noviembre de 2018, el Departamento de Justicia trató de bloquear las declaraciones de algunos testigos sobre la corrupción oficial, argumentando que desviaría la atención de los delitos del acusado. Sin embargo, se admitieron algunas pruebas impresionantes: un traficante declaró que había entregado dos maletas, cada una de ellas con por lo menos $3 millones de dólares, al exsecretario de seguridad, García Luna. Otro lugarteniente del narcotráfico dijo que su jefe había contado que le pagó un soborno de $100 millones de dólares al expresidente Peña Nieto. Ambos exfuncionarios negaron las acusaciones y el escándalo no tardó en pasar en México. Pero pocos días después del testimonio de los traficantes, los fiscales recibieron un mensaje de su jefe, Richard Donoghue: quería que empezaran a armar casos contra los funcionarios mexicanos corruptos que trabajaban con las bandas de narcotraficantes. “Rich estaba muy entusiasmado al respecto”, dijo uno de sus antiguos ayudantes.
En la Ciudad de México, el jefe de la DEA, Matthew Donahue, tenía una idea similar. Donahue había tenido dudas respecto al presidente López Obrador, incluso antes de que asumiera el poder. Después de tomar posesión, el nuevo presidente había puesto fin a la relación de la DEA con la marina mexicana, había marginado a un equipo antidrogas de la policía federal que colaboraba con las agencias estadounidenses y había bajado el ritmo de las extradiciones. Los generales del ejército que dirigían la nueva Guardia Nacional de López Obrador declinaron varios ofrecimientos de entrenamiento de parte de la embajada de Estados Unidos, dejando claro que la antigua relación de seguridad había terminado.
Si sus agentes ya no podían perseguir a los más importantes traficantes en México ni esperar que fueran extraditados, pensó Donahue, necesitarían una nueva estrategia. Él y su ayudante comenzaron a reclutar a un pequeño equipo de agentes experimentados de México y Estados Unidos. Empezaron a hacer listas de objetivos —entre ellos secretarios, gobernadores y antiguos comandantes policiales— y en poco tiempo reunieron 35 nombres. Al final se decidieron por unos 20 que consideraron más prometedores. Donahue le preguntó al jefe de la DEA en Nueva York a dónde podrían llevar sus posibles casos para ser procesados, y él le sugirió que los llevaran a Brooklyn.
La preparación del caso
En febrero de 2019, Guzmán fue declarado culpable de narcotráfico y asesinato, y posteriormente fue condenado a cadena perpetua. Robotti se volcó al próximo objetivo mexicano importante: Cienfuegos. Los fiscales sabían que sería un reto dificil. Habían pasado dos años desde que los infantes de marina eliminaran a los H, pero a pesar del cúmulo de mensajes entre el H-9 y “Zepeda”, todavía tenían que demostrar de manera definitiva que el protector de la banda era el propio General Cienfuegos. Siempre había sido difícil encontrar testigos sólidos, y ahora los mejores candidatos estaban muertos. México había detenido al hermano del H-2, Jesús Ricardo Patrón Sánchez, o el H-3, pero nadie sabía si podría ser extraditado.
Veytia les había dado a los investigadores algunas pistas importantes al describir conexiones de la banda con otro general del ejército y un político del PRI en Sinaloa, pero la información de Veytia sobre Cienfuegos procedía casi en su totalidad del H-2. Aunque los fiscales creían que sería admisible en el tribunal, dijeron los funcionarios, seguía siendo un testimonio de segunda mano. También existía el problema sustancial de la lucha entre los fiscales y la DEA en torno a la credibilidad de Veytia.
La investigación mexicana sobre las acusaciones de Veytia contra Ortega Siu no llegó a ninguna parte, según dijeron varios funcionarios. La DEA envió agentes de México a Washington para revisar las intercepciones del caso H, pero siguió argumentando que el relato de Veytia era sospechoso. “Había cierto grado de corroboración de que algo malo había ocurrido en esa operación”, me dijo un exfuncionario de justicia que trataba de conciliar las versiones contradictorias. “La pregunta era si había realmente corroboración de lo que Veytia decía sobre Ortega Siu”.
En Brooklyn, dos fiscales que trabajan con Robotti en el caso Cienfuegos prepararon un largo memorandum basado en las pruebas reunidas por la fuerza de tarea de Las Vegas. En el documento argumentaban que muchas de las afirmaciones clave de Veytia estaban ampliamente respaldadas, incluida la reunión planeada con el H-2, la posterior captura del traficante y la captura del H-9 al día siguiente. Aunque existía una antigua rivalidad entre el Distrito Este y la sección antinarcóticos del Departamento de Justicia, los funcionarios del Departamento de Justicia estaban de acuerdo con los fiscales de Brooklyn. “Todo lo que teníamos sobre esto corroboraba lo que decía Veytia”, dijo un funcionario.
En agosto de 2018, el nuevo jefe de la división criminal del Departamento de Justicia, Brian Benczkowski, se reunió con altos funcionarios del Departamento de Justicia, la DEA y el FBI para discutir el asunto. La reunión terminó con una decisión de que necesitaban más información. Los diplomáticos estadounidenses hicieron seguimientos en repetidas ocasiones con la oficina del procurador general de México, pero siempre les daban aplazamientos, dijeron los funcionarios. “Volvimos con ellos en varias ocasiones y les dijimos: ¿Qué están haciendo? Esto es un problema”, dijo un exfuncionario de la embajada. Dos altos funcionarios que trabajaban con Benczkowski volvieron a México y se reunieron de nuevo con el procurador general, pero nada de lo que escucharon sugería que los mexicanos hubieran investigado realmente las acciones de la marina en Nayarit. Benczkowski decidió que no le correspondía “decirle a la DEA con quién podía o no podía trabajar”, dijo un exfuncionario del Departamento de Justicia.
Los funcionarios del Departamento de Justicia decidieron finalmente que el ataque de la DEA a la credibilidad de Veytia tendría que revelarse a los abogados defensores en cualquier juicio en el que pudiera declarar. “Una vez que la DEA llegó a la conclusión de que Veytia no era creíble, nos quedamos atorados”, dijo un funcionario. “Nuestra conclusión fue que Veytia estaba acabado como testigo potencial”.
Robotti y sus colegas también se enfrentaron a otros obstáculos. Los investigadores estadounidenses podían buscar en las bases de datos las inversiones o los bienes que Cienfuegos o sus familiares cercanos pudieran tener en Estados Unidos o Europa, pero no podían adquirir fácilmente los expedientes de propiedades mexicanas, que en su mayoría estaban en archivos de papel en México. Cualquier expediente que quisieran utilizar en los tribunales tendría que solicitarse en virtud de un tratado jurídico bilateral. Los fiscales habían solicitado dicha información sobre Guzmán justo después de su extradición, y aún estaban esperando la respuesta de México.
Sin embargo, la política del caso parecía más esperanzadora. Mientras Robotti y sus colegas trabajaban para exponer el caso de la fiscalía contra Cienfuegos en la primavera de 2019, los fiscales del Distrito Este fueron invitados a darle un informe al nuevo procurador general, William P. Barr, sobre un caso de México. Donoghue, el fiscal federal de Brooklyn, era un conservador político en una oficina generalmente liberal y ya se perfilaba como un favorito de Barr. En la reunión participó uno de los antiguos asistentes de Donoghue, Seth DuCharme, quien acababa de trasladarse a Washington para trabajar como asesor de Barr. “Se sentía como si todos estuviéramos en el mismo equipo”, recordó un participante.
En su primer período en el Departamento de Justicia, Barr había tratado con el caso de Enrique Camarena, un agente de la DEA que fue asesinado en México en 1985. Décadas después, el episodio seguía siendo un punto de referencia para la agencia, un símbolo de la injusticia y la corrupción mexicanas. En especial, Barr quería saber qué se podía hacer con Rafael Caro Quintero, un traficante fugitivo que había sido condenado años antes por organizar el secuestro y el asesinato de Camarena. Después de ser liberado de una prisión mexicana por un tecnicismo en 2013, se creía que Caro Quintero había vuelto al negocio de las drogas. Las agencias estadounidenses no habían tenido problemas para localizarlo en México, pero sus esfuerzos por recapturarlo fracasaron una y otra vez. “Barr estaba obsesionado con Caro Quintero”, dijo un participante.
Según las notas contemporáneas de un abogado, Donoghue volvió a hablar con Barr en ese mes de julio sobre “el Secretario de la Defensa Nacional”. Ahora contaban con nuevos testigos que podían describir las operaciones de los H y declarar sobre la relación de la banda con Cienfuegos, así que decidieron llevar el caso ante un gran jurado y llevaron a Beck desde Las Vegas para que les ayudara a presentarlo.
Las investigaciones de la DEA que pueden meter a la agencia en problemas se rigen por normas detalladas. Cuando los agentes quieren lavar dinero para ganarse la confianza de los delincuentes o investigar a funcionarios extranjeros de alto nivel, se les exige que presenten sus planes ante un Comité de Revisión de Actividades Confidenciales (Sensitive Activity Review Committee, SARC). Los paneles suelen incluir a abogados de la DEA y del Departamento de Justicia, junto con representantes de otras agencias interesadas. A veces tienen en cuenta las cuestiones de política exterior, pero sobre todo se centran en evitar que los agentes hagan algo indebido. La investigación de Cienfuegos era justamente el tipo de caso que suele dar lugar a un análisis del SARC, pero ni el jefe de la DEA en Las Vegas ni sus superiores en Los Ángeles lo ordenaron, dijeron los funcionarios. Los agentes y los fiscales consideraban que tenían una buena razón para mantener su caso en silencio; fue una filtración de “Zepeda” a los traficantes lo que ayudó a que Cristián Aranda González fuera asesinado en 2016.
Ni siquiera el jefe de la DEA en México, Donahue, se enteró de la acusación de Cienfuegos por parte de un gran jurado de Nueva York hasta el 15 de agosto de 2019, un día después de que ocurrió. Donahue y otros funcionarios de la Embajada de Estados Unidos todavía estaban tratando de entender los detalles cuando su nuevo embajador, Christopher Landau, aterrizó en la Ciudad de México al día siguiente. Antes de que pudiera desempacar sus maletas, Landau fue conducido a una reunión en el quinto piso de la embajada. La acusación era un paso muy grande, le advirtieron sus nuevos asistentes; la detención del general podría impactar seriamente la relación entre los dos países. Landau, un abogado que se especializaba en litigios de apelación, había dejado su sociedad en una firma de abogados que generaba $3 millones de dólares al año para seguir los pasos de su difunto padre, un diplomático de carrera que ocupó varios puestos en América Latina. Aunque no había ejercido el derecho penal, lo primero que pidió Landau fue ver las pruebas. A continuación, insistió en que no detuvieran a Cienfuegos si viajaba a Estados Unidos, al menos hasta que pudieran revisar el caso.
Landau y algunos de sus ayudantes no tardaron en reunirse para la primera de varias videoconferencias seguras con funcionarios de la DEA y los fiscales de Brooklyn. Desde el principio, el jefe de la DEA en Los Ángeles reconoció que el SARC debería haber realizado una revisión y prometió iniciarla de inmediato, pero en Brooklyn, Donoghue se opuso a la idea de que sus fiscales pudieran haberse extralimitado. Si el juez permitiera que Landau revisara las pruebas selladas, el embajador lo vería por sí mismo.
Mientras los funcionarios de la DEA empezaban a preparar la revisión del comité, los fiscales volvieron al tribunal para la sentencia de Veytia. A pesar de su amplia cooperación, el Departamento de Justicia finalmente cedió ante la DEA y su defensa de Ortega Siu, dijeron los funcionarios. Se consideró la posibilidad de utilizar a Veytia como testigo contra Sandoval, pero al final los funcionarios del departamento decidieron no hacerlo (Sandoval fue detenido en México por cargos de corrupción dos años después). A falta de la habitual carta de los fiscales acreditando su considerable ayuda, Veytia fue condenado a 20 años de prisión, más tiempo que algunos notorios traficantes mexicanos. “En esencia, elegimos un bando como gobierno y apoyamos a Ortega Siu”, dijo un exfuncionario del Departamento de Justicia.
El desenlace
A medida que el caso Cienfuegos avanzaba, se volvió cada vez más evidente que la cruzada del presidente López Obrador contra la corrupción no iba alcanzando sus promesas de campaña. Aunque el gobierno lanzó una avalancha de acusaciones contra antiguos funcionarios, muchos de ellos enemigos políticos del presidente, casi ninguno de los casos que fueron procesados avanzó a una conclusión exitosa. Las acciones del gobierno contra los narcos más grandes también disminuyeron drásticamente. Uno de los pocos operativos notables fue el intento, en octubre de 2019, de capturar a Ovidio Guzmán López, el hijo de El Chapo, quien tenía 29 años. Con las fuerzas especiales de la marina marginadas, me dijeron los exfuncionarios, los agentes de Homeland Security Investigations de Estados Unidos recurrieron a la estación de la CIA en México y a una unidad secreta del ejército mexicano que la agencia había entrenado y equipado para operaciones antidrogas.
Las agencias de inteligencia estadounidenses siguieron la pista de Guzmán López hasta una casa en la capital de Sinaloa, Culiacán. Una vez en el lugar, el equipo mexicano consiguió hacer que su fugitivo saliera. Pero los mexicanos no habían conseguido la orden de arresto necesaria, dijeron las autoridades, y esto los obligó a esperar con Guzmán López en el patio de la casa. Mientras estaban ahí paralizados, docenas de sicarios del Cártel de Sinaloa se mobilizaron para ayudar a su joven jefe, asediando la ciudad en lo que se convirtió en un evento televisivo nacional. Después de que el cártel amenazó a un grupo de familias de militares, el ejército liberó a Guzmán López por orden del presidente. Al día siguiente, los abogados de la familia Guzmán dieron las gracias públicamente a López Obrador.
Si hasta entonces el presidente Trump no se había enfocado particularmente en la lucha contra el narcotráfico en México, el Culiacanazo sí atrajo su atención. Unas semanas más tarde, unos pistoleros mexicanos mataron a nueve estadounidenses, tres madres y seis niños, de una comunidad mormona fundamentalista en el estado norteño de Sonora. Trump explotó y tuiteó: “Es momento de que México, con la ayuda de Estados Unidos, haga la GUERRA a los cárteles de las drogas y los borre de la faz de la tierra”.
Un mes después, Barr tomó un avión con destino a la Ciudad de México para encontrarse con funcionarios de ese país indignados por lo que consideraban una amenaza de acción militar estadounidense. El procurador estadounidense se presentó como un intermediario comprensivo: intentaría calmar a Trump, les dijo, pero necesitaba ayuda de los mexicanos. Barr quería acelerar el ritmo de las extradiciones de los traficantes mexicanos, hacer más para desbaratar sus finanzas e intensificar los esfuerzos con la marina mexicana para interceptar los cargamentos marítimos de drogas. Barr también destacó el gran deseo de Washington de ver a Rafael Caro Quintero de vuelta en la cárcel.
Antes de su viaje, a Barr le informaron de la acusación sellada del Distrito Este contra el general Cienfuegos, según dos exfuncionarios familiarizados con las conversaciones. “Le explicamos que era una investigación hecha en Estados Unidos, que nada de eso se había trabajado en México”, dijo un funcionario que participó en las reuniones informativas. “También hablamos con él sobre la magnitud del caso. Pensamos que podría cambiar la forma en que hacían las cosas en México” Barr declinó hacer comentarios sobre la sesión informativa u otros aspectos de su participación en el caso Cienfuegos.
Dos días después del viaje de Barr, el 9 de diciembre, la DEA detuvo a Genaro García Luna, el exsecretario de seguridad, afuera de un apartamento de lujo en Dallas. La acusación contra García Luna se reveló en Brooklyn al día siguiente. Los cargos se relacionaban con las denuncias de que había aceptado millones de dólares en sobornos para proteger las operaciones ilegales del Cártel de Sinaloa. Donoghue dijo que habría más acusaciones contra otros funcionarios acusados de corrupción.
El 25 de febrero de 2020, dijeron los funcionarios, la embajada por fin aprobó el proceso del Comité de Revisión de Actividades Confidenciales. El embajador llevaba meses considerando el asunto. Les preguntó a los fiscales si estaban seguros de que Cienfuegos había tratado directamente con los H. Le dijeron que no podían estar seguros, pero que había fuerte evidencia circunstancial de que Cienfuegos y algunos de sus asistentes cercanos lo habían hecho. Landau también quería saber por qué los investigadores no habían encontrado pruebas sólidas del supuesto enriquecimiento ilícito de Cienfuegos. Los fiscales dijeron que esa riqueza era fácil de ocultar en México, pero que lo más probable era que los agentes podrían investigar más a fondo si el general fuera detenido y su caso se volviera público.
A pesar de sus dudas, Landau no consultó con otros funcionarios de política exterior las posibles consecuencias de una detención de Cienfuegos. Me dijo que la confidencialidad del gran jurado le impedía discutir el asunto, y a pesar de las posibles excepciones de seguridad nacional a estas reglas, los funcionarios del Departamento de Justicia tampoco se lo mencionaron a sus homólogos. En consecuencia, el Departamento de Estado y el Pentágono ignoraban casi por completo, según los funcionarios, que el exsecretario de la Defensa Nacional de México podía ser detenido en el momento en que pusiera un pie en Estados Unidos.
La reacción de México a la detención de García Luna disipó algunas de las preocupaciones de Landau. Casi parecía que López Obrador celebraba el enjuiciamiento de una figura de alto perfil cercana a su odiado rival, el expresidente Felipe Calderón. Los diplomáticos pensaron que la detención también hacía menos probable que Cienfuegos, si es que efectivamente había estado aliado con los narcos, se atreviera a visitar Estados Unidos.
Pero el 14 de octubre se activó una alarma en la oficina del grupo especial de la DEA en Las Vegas. El general Cienfuegos tenía reservado un vuelo de Delta al día siguiente de la Ciudad de México a Los Ángeles, en lo que parecía ser el inicio de unas vacaciones familiares.
Días después de la detención de Cienfuegos, el Secretario de Relaciones Exteriores de México, Marcelo Ebrard, convocó al embajador Landau a su despacho en lo alto del centro antiguo de Ciudad de México. Ebrard se había forjado una reputación de pragmatismo en sus negociaciones con los funcionarios de Trump en materia de inmigración y comercio. También era conocido por su imperturbabilidad, lo cual hizo que su furia con Landau fuera aún más sorprendente.
“Nunca había visto a Marcelo tan furioso”, me dijo Landau. “Habíamos tenido algunas negociaciones complicadas, como el comienzo de la pandemia y la política de ‘Return To México’, pero nunca había visto algo así. Se lo tomaron mucho peor que lo que esperábamos”.
Es posible que Ebrard hubiera exagerado su enojo para llamar la atención. Los funcionarios mexicanos habían hecho amenazas similares sobre la DEA en los años anteriores al acuerdo de Mérida, y rara vez se les había creído. Esta vez, sin embargo, Ebrard le informó a Landau que la presencia de la DEA en México estaba “decididamente en riesgo”.
“Le dije al embajador que cualquier base de confianza, cualquier base de cooperación, la habían destruido con esa detención”, me dijo Ebrard. “Actuaron con dolo y absolutamente ninguna consideración al peso de México. Le pregunté: ‘¿Así actuarían con Francia u otro aliado?’”
Otro funcionario estadounidense informó que el embajador había parecido “muy impactado” por la reunión con el secretario. De vuelta a su oficina, Landau llamó a Barr por una línea segura. Ebrard estaba furioso, le dijo. Los militares estaban protestando airadamente. “Esto es algo muy importante para ellos”, dijo. Los esfuerzos de Barr por mejorar la cooperación antidrogas estaban en peligro. Aunque Landau había estado de acuerdo en la detención de Cienfuegos y había aprobado la revisión del SARC, ahora estaba ventilando dudas sobre la solidez de las pruebas contra el general. Le dijo a Barr que no estaba seguro de si el posible costo de la acusación valía la pena.
Barr le respondió que hablaría con Ebrard directamente. Antes de hacerlo, les pidió a sus ayudantes que se apresuraran a organizar una conferencia telefónica. Seth DuCharme, que había regresado al Distrito Este como fiscal federal interino después de trabajar como uno de los asesores directos de Barr, ofreció una sólida defensa del caso de los fiscales. DuCharme, Robotti y otros enfatizaron que el caso se había fortalecido desde que se había presentado por primera vez, con nuevos testigos y otras pruebas que respaldaban la información recaudada en las intercepciones de la banda de Nayarit y su padrino.
“¿Vale la pena?” preguntó Barr en un momento dado, según las notas de un funcionario que había estado en la reunión. Barr no planteó la posibilidad de abandonar el caso. Tampoco les preguntó a los fiscales y a otros funcionarios que participaban en la llamada qué pensaban que podría ocurrir si el gobierno de Estados Unidos se retraía de sus promesas públicas de confrontar a los funcionarios mexicanos corruptos.
Según funcionarios y exfuncionarios del Departamento de Justicia, Barr le pidió más tarde a una de sus ayudantes que preparara una evaluación de las pruebas contra Cienfuegos. Esa evaluación, dijeron, hacía eco de las críticas que algunos funcionarios de la DEA y de la sección antinarcóticos del departamento habían hecho sobre el caso del Distrito Este desde que se resumió por primera vez en el documento inicial del SARC. Para procesar a un sospechoso tan poderoso y de tan alto perfil como Cienfuegos, argumentaron esos funcionarios, el gobierno debía tener pruebas extremadamente sólidas de su culpabilidad. “No es que no tuvieran evidencia”, dijo un funcionario familiarizado con el caso. “Pero la mejor prueba que tenían era una serie de mensajes entre dos personas que estaban muertas”.
Barr habló con Ebrard el lunes siguiente, 26 de octubre. Se disculpó de que “la detención no había pasado por el proceso normal, y que ni yo ni el jefe de la DEA habíamos sabido de antemano”, escribió en sus memorias. Otros dijeron que eso podría ser engañoso. El Distrito Este y la DEA le habían informado al procurador general sobre el caso al menos tres veces desde 2018, dijeron los exfuncionarios. Los fiscales también enviaron una alerta sobre el arresto previsto del general a la oficina de Barr y a otros directivos del departamento, dijeron los funcionarios. Timothy Shea, el administrador interino de la DEA, se encontraba por casualidad en Los Ángeles el día en que Cienfuegos fue detenido ahí, y los funcionarios dijeron que el jefe local de la DEA, cuyos agentes ayudaron en la detención del general, se lo había informado (Shea se negó a hacer comentarios).
Ebrard le dijo a Barr que quería ver las pruebas contra Cienfuegos. Por orden de Barr, Robotti y otros fiscales del Distrito Este se apresuraron a reunir un archivo de más de 700 páginas de intercepciones. No se hacían ilusiones de que la información se mantuviera en secreto, y no mencionaron a los nuevos testigos que habían encontrado, entre los cuales, según los funcionarios, se encontraban al menos dos traficantes que dijeron haber tenido encuentros cara a cara con Cienfuegos. En una carta de presentación, Shea enfatizó que el general “nunca fue un objetivo de investigación directo de la Administración de Control de Drogas”. Tal y como mostraban las intercepciones, informó, el nombre de Cienfuegos había surgido durante una investigación antinarcóticos de rutina.
Ebrard leyó el expediente durante el fin de semana. Antes de que tuviera la oportunidad de hacer pedazos las pruebas en su siguiente conversación con Barr, el procurador general le dijo que estaba dispuesto a abandonar el caso. “Dejé claro que estaba dispuesto a devolver a Cienfuegos y que me estaba ocupando de los trámites necesarios para ello”, escribió Barr en sus memorias. “En lo personal, consideré que el caso de Cienfuegos no merecía echar al suelo cualquier posibilidad de cooperación más amplia con los mexicanos”.
Según dos funcionarios que recibieron información sobre la llamada, Barr les pidió a los mexicanos que no desacreditaran en público las pruebas de la DEA contra Cienfuegos y expresó otra vez su esperanza de que capturaran a Rafael Caro Quintero. Sin embargo, no solicitó ningún acuerdo formal sobre ninguno de los dos puntos. “No consiguió ningún compromiso por parte de México”, dijo un funcionario. “No se impusieron condiciones reales para el retorno”.
En la Ciudad de México, López Obrador comenzó a hablar del caso con una nueva ecuanimidad. Estaba dispuesto a esperar una resolución después de las elecciones estadounidenses en noviembre, dijo a los periodistas. Pero también lanzó una advertencia: el gobierno mexicano aún iba a reconsiderar su cooperación antidrogas con Estados Unidos y reevaluar la forma en que se permitía operar a los agentes estadounidenses en México.
Los fiscales del Distrito Este se enteraron de la decisión de Barr días después de los mexicanos. Según Robotti y otros, se quedaron atónitos con ese desenlace, pero les dijeron que la decisión no estaba abierta a discusión. La medida se anunció públicamente el 17 de noviembre en una declaración conjunta de Barr y su homólogo mexicano, Alejandro Gertz Manero. El Departamento de Justicia buscaba la desestimación de sus cargos contra Cienfuegos “para que sea investigado y, en su caso, imputado, conforme a la ley mexicana”, informaron en el comunicado. “Nuestros dos países siguen comprometidos con la cooperación en este asunto, así como con toda nuestra cooperación bilateral en materia de aplicación de la ley”.
La jueza federal que llevaba el caso, Carol Bagley Amon, ordenó a DuCharme que compareciera ante el tribunal y explicara el extraordinario revés del procurador general. Debido a la pandemia, el imponente tribunal federal del centro de Brooklyn estaba casi vacío. No había ningún espectador. Robotti y otros fiscales escucharon la comparecencia por teléfono. Un abogado de Cienfuegos, visiblemente emocionado, se encontraba en la mesa de la defensa. Cienfuegos, que ahora llevaba un traje oscuro, se encontraba a su lado, ahora radiante detrás de su mascarilla.
DuCharme le dijo al tribunal que el Departamento de Justicia no tenía dudas sobre la solidez de las pruebas contra el general. Sin embargo, dijo que sus “intereses más amplios” en favor de preservar la cooperación en la lucha contra las drogas se habían considerado más importantes que su procesamiento. DuCharme me dijo más tarde que quedó decepcionado por la decisión de Barr, pero no del todo sorprendido. “Esa fue mi experiencia con Barr”, dijo. “Simplemente se tiraba sobre las granadas de mano y les sacaba el pasador, si es que no estaba ya fuera”.
La jueza Amon se mostró escéptica. “Pienso en ese viejo adagio de ‘pájaro en mano’”, dijo en su sentencia. Sin embargo, señaló que tenía muy poca autoridad para cancelar la decisión. También subrayó que el Departamento de Justicia le había asegurado “que las autoridades judiciales mexicanas desean sinceramente llevar a cabo una investigación y un posible enjuiciamiento de este acusado”.
El gobierno mexicano anunció las conclusiones de su investigación sobre Cienfuegos en enero de 2021, pocos días antes de que Trump dejara la presidencia. Era evidente que las autoridades mexicanas apenas habían cumplido con las formalidades. Los investigadores mexicanos dijeron que no habían encontrado pruebas de que el general hubiera hecho algo malo. Publicaron un extenso expediente de documentos de la investigación, que estaban casi enteramente censurados. Al parecer, ni siquiera habían interrogado a los principales asistentes de Cienfuegos. Tampoco se habían molestado en entrevistar al hermano encarcelado del H-2, el H-3, ni habían buscado a docenas de otros posibles testigos.
Por instrucciones de López Obrador, me dijo un alto funcionario mexicano, los fiscales mexicanos hicieron público el expediente confidencial de intercepciones de la DEA que Robotti y sus colegas habían recopilado. Los funcionarios estadounidenses estaban furiosos. En declaraciones que en otro momento podrían haber provocado un serio enfrentamiento diplomático, López Obrador dijo que las autoridades estadounidenses deberían investigar a los agentes de la DEA que habían tratado de inculpar falsamente a un líder militar inocente y respetado. Posteriormente, calificó las acusaciones de “basura, basura”.
(No fue posible localizar al General Cienfuegos para solicitar comentarios, pero en un comunicado, su abogado dijo: “El general Cienfuegos jamás debió haber sido acusado. Y ninguna acusación desestimada ni reportaje periodístico cambiará eso. El hecho es que el general Cienfuegos sigue siendo lo que presume la jurisprudencia estadounidense: inocente”).
Las operaciones conjuntas contra los narcotraficantes se paralizaron completamente. Los agentes estadounidenses reportaron su seguimiento por lo que parecían ser equipos de vigilancia del ejército mexicano. En el nuevo Marco Bicentenario de cooperación en materia de seguridad, el cual se puso en marcha después del abandono unilateral del pacto de Mérida por parte de México, apenas se mencionaban las operaciones conjuntas contra la delincuencia organizada.
La administración de Biden tenía otras prioridades. “La agenda consiste en migración, migración y migración”, me dijo un alto funcionario mexicano. Eso le vino muy bien a López Obrador. Su desafío a los objetivos de las fuerzas de seguridad estadounidenses fue recibido con silencio en Washington.
Lo que ninguno de los dos gobiernos ha reconocido públicamente es que el crimen organizado está tal vez poniendo en mayor riesgo que nunca la seguridad nacional de México y de Estados Unidos. El gobierno mexicano ha evitado los enfrentamientos con las bandas criminales, pero sin reducir su poder ni su violencia. La pérdida de confianza entre los dos gobiernos les ha quitado energía a los ya de por sí problemáticos esfuerzos por reformar el sistema de justicia mexicano. Muchos analistas mexicanos consideraron la exoneración de Cienfuegos como un mensaje de impunidad especialmente fuerte para los militares, justo en el momento en que estos estaban tomando un control aún mayor de la estructura policial federal.
El general Cienfuegos no esperó mucho para retomar su lugar en la élite mexicana. El 21 de marzo, cuando López Obrador inauguró el nuevo Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, que las fuerzas del ejército ayudaron a construir en las afueras de la Ciudad de México, Cienfuegos llegó con un uniforme de gala almidonado y el pecho lleno de listones, para sentarse en un lugar destacado entre otros generales de alto rango. Antes había aparecido entre otros funcionarios en una ceremonia de premios nacionales de periodismo. Ahí bromeó con un grupo de reporteros: “Ahora solo estoy bajo la custodia de mi mujer”, dijo.
Poco después de la repatriación de Cienfuegos, Beck fue separado definitivamente de la fuerza de tarea de la DEA. Volvió a la policía de Las Vegas después de ser llamado a una investigación interna de la DEA, donde le preguntaron sobre supuestos problemas del caso Cienfuegos. “Era inconcebible para nosotros”, dijo Robotti. “Beck tomó un caso de la calle y lo convirtió en algo muy importante. Si la óptica política hubiera sido diferente, habría sido un héroe”.
Robotti dejó la fiscalía federal para incorporarse a una firma de abogados de Nueva York. Tenía razones personales para hacerlo, pero reconoció que el caso Cienfuegos le dejó un sabor amargo. “Dejamos libre a un tipo que pensamos que es culpable”, dijo. “Hemos hecho una gran inversion de dinero y esfuerzo allá, pero si al final no estamos dispuestos a atacar el problema de la corrupción, ¿de qué sirve?”.
El Distrito Este sigue adelante con su proceso contra García Luna, cuyo juicio está programado para enero. Sin embargo, el esfuerzo más amplio que los agentes y los fiscales imaginaron, el de enfrentarse a la corrupción del narcotráfico mexicano hasta donde pudiera llegar, parece ahora imposiblemente remoto. Los funcionarios de la administración Biden insisten en que siguen intentando atajar el problema de las drogas, pero si quieren lograr algo con el gobierno mexicano, dicen, deben evitar la confrontación.
A los pocos meses de iniciada la administración Biden, algunos de los fiscales del Distrito Este propusieron volver a acusar a Cienfuegos de nuevos cargos. Habían reunido algunas nuevas pruebas importantes: ahora contaban por lo menos con tres traficantes que afirmaban haberse reunido directamente con Cienfuegos, en distintos momentos y en diferentes partes de México, para hablar de la protección de sus operaciones de narcotráfico. Tenían a otros testigos que podían arrojar luz sobre los supuestos tratos del general con los H., pero los funcionarios del Departamento de Justicia rechazaron la idea de un nuevo gran jurado.
En julio de este año, López Obrador visitó al presidente Biden en la Casa Blanca, y unos días más tarde, los dos gobiernos encontraron una forma tradicional de reducir las tensiones bilaterales que habían crecido, mientras las muertes por fentanilo en Estados Unidos seguían aumentando. En la Ciudad de México, las autoridades anunciaron que por fin habían vuelto a capturar al fugitivo Rafael Caro Quintero. Se mostraron reservados en cuanto a los detalles de la operación, insistiendo en que los estadounidenses no habían participado.
Pero resultó que Caro Quintero había sido capturado en una operación conjunta, dijeron los funcionarios estadounidenses. Los agentes americanos habían compartido información de inteligencia con los infantes de marina mexicanos, que estaban comenzado a operar de nuevo de forma limitada. El triunfante grupo que realizó la captura estaba formado por comandos que sirvieron en la Unidad de Operaciones Especiales entrenada en Estados Unidos, la misma que acabó con los H.
Doris Burke contribuyó con su investigación. Traducido al español por Mónica E. de León, revisado por Deya Jorda.