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Caret

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Una licuadora, todavía en su caja, ganada en la rifa de una tienda. Fotografías enmarcadas de la fiesta de cumpleaños de un niño. Un sombrero de fieltro de pelo de conejo y un par de botas de cuero marrón que costaron más de media semana de salario.

Caja por caja, los nicaragüenses que ordeñan las vacas y limpian los corrales en las granjas lecheras de Wisconsin, que lavan los platos en sus restaurantes y llenan las líneas de producción de sus fábricas, envían a casa sus posesiones más preciadas, preparándose frente al impacto de la amenaza de deportaciones masivas del presidente Donald Trump.

El contenido de las cajas muestra el retrato de una comunidad bajo presión. Los nicaragüenses están tan consumidos como todos los demás por la evolución de Trump 2.0, preguntándose si las fanfarronadas sobre la deportación de millones de personas, la mayoría de las cuales viven vidas tranquilas lejos de la frontera sur, van a significar algo en las comunidades de Wisconsin donde se han establecido. Por ahora, muchos se quedan en sus casas, detrás de las cortinas cerradas, tratan de pasar lo más desapercibidos posible cuando van y vienen al trabajo o recogen a sus hijos de la escuela. Son pocos los que han renunciado a sus vidas en Estados Unidos, pero son realistas sobre lo que puede venir. Metódicamente, han comenzado a empacar sus pertenencias más queridas en cajas y barriles y a enviarlas a sus familiares en Nicaragua, en previsión de sus posibles deportaciones anticipadas.

“No tenemos mucho, pero las cositas que sí tenemos son importantes”, dijo Joaquín, el hombre con pasión por las botas de vaquero y sombreros. Tiene 35 años y ha trabajado durante los últimos tres como cocinero en el restaurante debajo de su apartamento. "Tú sabes con cuánto trabajo y sacrificio uno adquiere sus cosas aquí", añadió.

Se preparan maletas en todo Wisconsin, un estado que en años recientes se ha convertido en un destino principal para nicaragüenses que dicen huir de la pobreza y la represión del gobierno. Y sucede entre inmigrantes en situaciones migratorias variadas. Hay los obreros indocumentados de las granjas lecheras que vinieron hace más de una década y fueron los primeros de sus comunidades rurales de origen que se establecieron en Wisconsin. Y hay los que llegaron más recientemente, incluidos solicitantes de asilo que tienen permiso para vivir y trabajar en Estados Unidos mientras esperan que se les asigne su día en la corte de inmigración.

Nadie se siente a salvo de Trump y sus promesas; en tan solo su primera semana en el puesto, el presidente promovió una iniciativa para terminar la ciudadanía por derecho de nacimiento, mandó a cientos de militares a la frontera sur, y desplegó un aparatoso operativo con múltiples agencias para encontrar y detener inmigrantes en Chicago, a tan solo unos cientos de kilómetros de Wisconsin.

Yesenia Meza, una trabajadora comunitaria de salud en el centro de Wisconsin, empezó a escuchar comentarios entre las familias poco después de la elección de Trump; querían ayuda para obtener los documentos que podrían necesitar si tenían que irse repentinamente del país con sus hijos nacidos en Estados Unidos, o cómo hacer para que alguien les enviara a esos niños si ellos eran deportados. Cuando Meza visitó sus apartamentos, dijo, le asombró descubrir que habían gastado cientos de dólares en cajas del tamaño de refrigeradores y en barriles azules de plástico que habían llenado con casi “todo lo que poseen, sus pertenencias más preciadas” y los estaban enviando a su país natal.

What We’re Watching

During Donald Trump’s second presidency, ProPublica will focus on the areas most in need of scrutiny. Here are some of the issues our reporters will be watching — and how to get in touch with them securely.

Portrait of Andy Kroll
Andy Kroll

I cover justice and the rule of law, with a focus on the Justice Department, the U.S. Attorney’s Office for the District of Columbia and the federal courts.

Photo of Jesse Coburn
Jesse Coburn

I’m tracking how the Trump administration reshapes policy at the Department of Housing and Urban Development and the Department of Transportation.

Photo of Maryam Jameel
Maryam Jameel

I’m an engagement reporter interested in immigration, labor and the federal workforce.

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Robert Faturechi

I have been reporting on Trump Media, the parent company of Truth Social. I’m also reporting on the Trump administration’s trade policies, including tariffs.

Learn more about our reporting team. We will continue to share our areas of interest as the news develops.

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En un hogar, vio a una madre inmigrante meterse dentro de una caja medio empacada y anunciar, “Me voy a mandar a mí misma.” Meza sabía que era una broma. Pero algunos de los inmigrantes que conocía ya se han ido. Y si más gente se va, se pregunta qué efecto tendrán sus salidas, ya sean voluntarias o forzadas, sobre la economía local. Los inmigrantes en la zona trabajan en granjas, en fábricas de procesamiento de queso y en plantas de pollo – el tipo de empleo, dijo, que nadie más quiere. Ella ha hablado con algunos de los empleadores y sabe que “siempre están cortos de mano de obra,” dijo Meza. “Van a estar todavía más cortos de mano de obra ahora cuando la gente empiece a irse a casa.”

La semana pasada, en la víspera de la inauguración de Trump, viajé a Wisconsin con el fotógrafo Benjamin Rasmussen para capturar lo que sonaba como el principio del desmoronamiento de una comunidad. Hablamos con nicaragüenses en sus cocinas y sus dormitorios, y en restaurantes y tiendas que han abierto para atenderlos. Muchas de las personas que encontramos estaban haciendo ellos mismos sus maletas o conocían a alguien que lo hacía, o las dos cosas.

Algunos casi tenían vergüenza de mostrarnos lo que empacaban, cosas que podían haber sido consideradas frívolas o extravagantes en su tierra. Nicaragua ya era uno de los países más pobres del hemisferio antes de que su gobierno tomara un giro hacia el autoritarismo y la represión, hundiendo aún más su economía. Pero gracias a sus empleos de clase trabajadora en fábricas y restaurantes estadounidenses, podían permitirse estas cosas y estaban empeñados en aferrarse a ellas. Algunas de sus pertenencias traían memorias de seres queridos o de ocasiones especiales. Otros artículos eran más prácticos, herramientas que les podrían ayudar a empezar de nuevo en Nicaragua.

De las historias que los inmigrantes contaban de sus pertenencias salían otras, historias de lo que los había traído a este país y lo que pudieron lograr aquí. Hablaron del pánico que les atrapa ahora en sus hogares y les quita el sueño por la noche. Y compartieron sus esperanzas y temores de lo que podría implicar empezar de nuevo en un país del cual habían huido.

Yaceth piensa enviar a su madre un barril de plástico lleno de zapatos para que se los guarde.

Lo que hay en las cajas

La obsesión de Yaceth son los zapatos. La mujer de 38 años dejó Nicaragua hace casi tres años y trabaja en la misma cocina de restaurante que Joaquín. Su sueldo le permitió comprar como un par de zapatos al mes en Amazon, la mayoría zapatillas deportivas de cordones Keds, aunque también tiene tacones brillantes y botas rojas hasta la rodilla. Las cajas llenan la mitad de arriba de su closet. Algunos pares nunca han sido usados.

Nos quedamos de pie al borde de su cama mientras admirábamos su colección. “Soy un poco fanática,” dijo tímidamente. Como los otros inmigrantes con quien hablamos, Yaceth pidió no ser identificada por su nombre completo para reducir el riesgo de deportación.

Yaceth dijo que dejó de comprar zapatos después de la elección de Trump, insegura sobre cómo su vida, sin mencionar sus finanzas, podría cambiar una vez que él asumiera el cargo. Cuando nos conocimos, ya había empacado una caja con sus pertenencias y la había enviado a su madre en Estelí, una ciudad en el noroeste de Nicaragua. En la esquina de su ya congestionada habitación, tenía un barril de plástico azul, que es donde tenía pensado poner los zapatos con la esperanza de que se mantendrían secos y sin daños durante el trayecto. Si ella se va, ellos se van también.

Ella alquila un cuarto en el apartamento de otra familia. Ellos, también, están pensando en cómo sería volver a Nicaragua. Hugo, de 33 años, pone aparte cosas que podrían ayudarle a ganarse la vida en su pueblo natal de Somoto, que está sobre una hora y media al norte de Estelí. Esto incluye una freidora de aire digital de la marca Cuisinart que compró con sus ganancias en una fábrica de metal. Antes, Hugo vendía hot dogs y hamburguesas en un puesto de comida rápida en Somoto. Si tiene que regresar, tiene en mente abrir otro negocio de comida. La freidora de aire sería una ayuda.

“Todo lo que Trump menciona es en contra de nosotros. Te hace sentir mal.”

Hugo tiene intención de enviar una freidora de aire a Nicaragua con la esperanza de usarla para empezar un negocio si lo deportan.

Visitamos un nuevo restaurante nicaragüense en Waunakee, un pueblo en el condado de Dane que ha visto un número significativo de llegadas de nicaragüenses en los últimos años. Un comensal, un trabajador de granja indocumentado de 49 años, me dijo que planea enviar tijeras de barbero y otras provisiones para la barbería que le gustaría abrir si es deportado. Mientras hablábamos, su compañero de cena llamó a un amigo que vive a unos cuantos pueblos de distancia y me pasó el teléfono; ese hombre, también trabajador de granja, me dijo que va a enviar a su país herramientas que compró en Facebook Marketplace y que son caras y difíciles de encontrar en Nicaragua.

Otros inmigrantes expresaron una profunda incertidumbre sobre si podrían enfrentar penas de cárcel o algo peor si son deportados, debido a su participación previa en actividades políticas contra el gobierno de Nicaragua. Si no sigues la línea del partido, dijo Uriel, ex profesor de secundaria, “Ya nos convierten en enemigos de la patria”.

Uriel, de 36 años, dijo que él nunca participó en una marcha anti gobierno. Pero le preocupaba que los líderes locales del partido lo hubieran estado observando y supieran cómo hablaba sobre la democracia y la libertad de expresión en el salón de clase.

Uriel compró un barril de plástico para enviar pertenencias a su esposa e hijos en Nicaragua, como una guitarra que le regalaron

Dijo que salió de Nicaragua hace casi cuatro años debido a la situación política y porque sabía que podía ganar más dinero en Estados Unidos. Tiene un caso de asilo en curso, un permiso de trabajo y un empleo en una fábrica de pan. Su salario le ha permitido comprar un terreno para su esposa y sus dos hijos, que todavía están en Nicaragua, y comenzar la construcción de una casa allí.

Esperaba poder quedarse en Wisconsin el tiempo suficiente para terminarla. Pero preparándose para lo inevitable, también se consiguió un barril. Planea empacar pronto y enviar una guitarra Yamaha usada que le regalaron hace unos años. Uriel aprendió a tocar el instrumento viendo videos de YouTube y ahora toca himnos cristianos que dijo que lo hacen sentir bien por dentro.

Este verano también tiene previsto regresar. Sus hijos han ido creciendo sin él. Le han dicho que su hija de 6 años señala aviones en el cielo y se pregunta si su padre está dentro. Le preocupa que su hijo de 11 años crezca creyendo que ha sido abandonado.

Ha sido difícil estar separado de sus hijos, dijo. Pero se fue para proporcionarles una vida que no creía que podrían tener si se hubiera quedado, una realidad que pensaba que faltaba en gran parte de la retórica del nuevo presidente sobre inmigración. “No somos enemigos de nadie: simplemente buscamos salir un poco adelante y sacar a nuestras familias adelante.”

“El temor de nosotros es de que nos agarren en la calle y no tengamos opción de mandar, pues, aunque sea lo que nos ha costado”.

Joaquín planea enviar su ropa a su familia en Nicaragua. Teme que acabará en un basurero si es deportado.

Una vida escondida

Solía ​​ser que los domingos, su día libre, Joaquín se ponía sus botas favoritas y su sombrero para manejar a algún lugar, a un restaurante o a visitar a familiares y amigos que se habían establecido en el centro-sur de Wisconsin. Pero desde la elección de Trump, no sale de su apartamento a menos que sea necesario. Algunos días, dice, se siente como un ratoncito, apresurándose escaleras abajo para ir a trabajar y escaleras arriba para dormir y volver a bajar para ir a trabajar, siempre vigilante y lleno de temor.

La Toyota 4Runner gris del 2016 que compró el año pasado, su orgullo y alegría, está aparcada prácticamente sin usar detrás de su edificio de apartamentos. Tiene demasiado miedo a conducir y que lo paren agentes de policía que, al verificar de forma aleatoria las placas de su vehículo, podrían descubrir que no tiene licencia de conducir. Joaquín no tiene los documentos necesarios para obtener una. Le preocupa llamar la atención de la policía, incluso por la más pequeña de las infracciones, ser arrastrado en el sistema de detención de inmigrantes y luego ser deportados. “Lo que está pasando es una persecución,” dijo.

Un domingo reciente, su apartamento se llenó del dulce y cálido olor de galletas horneadas. Joaquín dijo que pasó dos horas haciendo galletas tradicionales nicaragüenses llamadas rosquillas y hojaldras, unas saladas y otras dulces. Hablamos mientras tomamos café y las galletas de harina de maíz. La mitad de su sala estaba cubierta con montones de ropa y zapatos, y una caja alta y vacía. Había camisetas, pantalones y zapatillas deportivas para cada uno de sus tres hijos, que permanecen en Nicaragua. La mayor parte de la ropa pertenecía a Joaquín: un impecable par de tejanos Lee de color marrón claro, rara vez usados; varios pares de botas; una caja de sombreros.

Joaquín dijo que planea enviarlo todo a familiares en Nicaragua en febrero. Le duele imaginar que lo meten en un vuelo de deportación y que deja todo lo que posee aquí para que lo arrojen a un basurero en alguna parte.

Otro día, hablé por teléfono con una inmigrante llamada Luz, de 26 años. Al igual que Joaquín, dijo que ya rara vez sale de su apartamento. La semana en que Trump tomó posesión, ella dejó de ir a su trabajo en una fábrica de queso cercana por miedo a las redadas en el lugar de trabajo. Ahora se queda en casa con su hijo de 1 año. Una mujer que conoce recoge las compras de la familia para que no tengan que correr el riesgo de estar en la calle.

Como muchos de sus amigos y parientes, Luz vino a los Estados Unidos como una solicitante de asilo hace casi tres años. Faltó a una audiencia en la corte de inmigración mientras estaba embarazada de su hijo y ahora se preocupa que “no estoy legal.”

“Los que andamos allí ordeñando vacas, no podemos pagar a un abogado,” dijo. “No nos damos cuenta lo que está pasando con los casos.”

Después de la elección de Trump, empezó a empacar algunas de las cosas que había acumulado durante su estancia en Wisconsin, incluida ropa infantil usada que le había regalado Meza, la trabajadora comunitaria de salud. Empacó casi todo lo que tenía en la cocina: ollas y sartenes, platos y tazas, cuchillos, una plancha y “hasta chocolates,” dijo, casi riendo. “De todo, es una caja grande.”

Luz dijo que quiere tener todos sus enseres domésticos en Nicaragua cuando regrese con su familia. Esperan irse todos en marzo. “No me quiero andar escondiendo así”, dijo.

“Mi mayor miedo es que me deporten a mí y me quiten a mi hijo”.

Isabel envió los juguetes de su hijo de 14 meses y sus animales de peluche en una caja de cartón a Nicaragua.

Separación familiar redux

El hijo de Isabel lloró mientras ella llenaba su caja. Metió el auto rojo brillante, lo suficientemente grande como para que el niño de 14 meses pudiera sentarse y manejar. Fue un regalo de su padrino por su primer cumpleaños. Añadió otros carritos, aviones y animales de peluche más pequeños. Un cochecito de paseo. Una foto enmarcada de la fiesta de cumpleaños, el niño de cachetes regordetes rodeado de globos.

La madre de 26 años sabía que su hijo era demasiado joven para comprender. Pero ella esperaba que lo entendería si llegaba el temido momento en que tuvieran que regresar a Nicaragua.

Y para asegurarse de que no la separen de él, solicitó su pasaporte a principios del otoño pasado, cuando se convenció de que Trump ganaría las elecciones. Podía ver sus pancartas en el pasto por todos lados en la comunidad rural en el centro del estado donde ella vive. Su marido, que trabaja en una granja lechera, le dijo que había empezado a sentirse incómodo con la forma en que la gente lo miraba en Walmart. A veces le decían cosas que él no entendía, pero en un tono inequívocamente hostil.

Su hijo nació en Estados Unidos de padres no ciudadanos, exactamente la clase de niño que Trump dice que no merece la ciudadanía aquí. Isabel obtuvo el pasaporte del niño tanto para garantizar sus derechos como ciudadano estadounidense como para garantizar los suyos hacia él. Quiere asegurarse de que no haya dudas sobre a quién pertenece el niño si la expulsan.

Conocimos a Isabel una semana después de que enviara la caja con el auto de juguete rojo de su hijo a la casa de su madre en el sur de Nicaragua. Era la mañana de la toma de posesión de Trump, e Isabel nos recibió en su apartamento, con los ojos todavía rojos tras completar un turno nocturno en una fábrica de procesamiento de queso cercana.

Le pregunto qué pasa si no los deportan, pero sus pertenencias más preciadas ya no están. ¿No echarán de menos esas cosas?

"Sí", dijo ella. Pero sería aún peor volver a Nicaragua y no tener nada.

Traducción por Carmen Méndez. Diseño y desarrollo adicionales por Zisiga Mukulu.