Inmigración
Conociendo los orígenes de la mano de obra de Case Farms
DDesde hace 25 años, los mayas de una serie de pueblos remotos de la sierra noroccidental de Guatemala han viajado a Ohio y Carolina del Norte – asentándose en pueblos de clase obrera – para trabajar en las fábricas de pollos de Case Farms. La migración empezó cuando un agente de recursos humanos de Case Farms oyó que muchos refugiados guatemaltecos que habían huido de la guerra civil estaban trabajando en campos de naranjos y tomates en Indiantown, Florida. Al enterarse, el agente manejó hasta allá en una camioneta para tratar de contratarlos.
Muchos de los trabajadores que eventualmente trabajaron en Case Farms han regresado a Guatemala, a veces con lesiones que los han dejado con diversas discapacidades. En septiembre, yo viajé al estado de Huehuetenango en Guatemala para buscar a estos trabajadores y entender qué fue lo que los impulsó a ir a los Estados Unidos a aguantar condiciones laborales que la mayoría de americanos simplemente no aceptaría.
Luego de escapar las zonas turísticas de las afueras de la Ciudad de Guatemala llegamos a Cuatro Caminos, una intersección caótica donde unas camionetas con pintas estridentes que los turistas llaman “chicken buses” esperan a sus pasajeros. Desde las camionetas, ayudantes gritaban sus destinos con una penetrante ululación (¡Huehue! ¡Huehue! ¡Huehue! en referencia a Huehuetenango, por ejemplo) antes de saltar al techo a amarrar el equipaje de los pasajeros, incluso cuando los vehículos ya estaban en marcha.
Ahí conocimos a Miguel Gonzáles, un amable ex trabajador de Case Farms quien había sido un líder sindical y también un líder de la comunidad guatemalteca de New Philadelphia y Dover, Ohio. Mi esperanza era que él nos podría presentar a otros ex trabajadores que habían regresado a Guatemala.
Luego de una década en Ohio, González regresó a Paxixil, su pueblo, donde echó raíces y ahora trabaja manejando una camioneta.
Desde ahí recorrimos el interior del país hasta Tectitán, donde vive Osiel López Pérez, un adolescente que yo había conocido en Ohio. Él había perdido una pierna en la planta de Case Farms en Canton, cuando esta se quedó prendida de una máquina.
Para llegar a Tectitán manejamos seis horas desde la ciudad de Guatemala hasta Huehuetenango, para luego continuar dos horas más hacia la frontera con México hasta llegar al desgarrador estrecho final — una trocha de barro rojo marcada por baches y decenas de vueltas en U alrededor de una montaña que teníamos que trepar.
Tectitán está tan aislada que sus 8,000 residentes, quienes viven en 37 pueblos, tienen su propio idioma que casi nadie más habla. Nosotros habíamos llegado con instrucciones vagas por parte de Osiel: Vayan al pueblo y llamen a mi tío Ismael.
Llegamos casi al anochecer y en el aire sentimos el olor de pinos ardientes. Los lustrabotas que merodean las calles con sus bancos de madera durante el día ya se habían retirado, y los vendedores de comida estaban a punto de hacer lo propio. Fue en ese momento cuando Ismael Pérez Ramírez apreció vistiendo una capucha negra.
Pérez había regresado recientemente de Canton, donde había trabajado en una planta de reciclaje. Él se había hecho cargo de Osiel cuando este fue detenido por agentes migratorios americanos en la frontera. “Los agentes de migración me llamaron a la medianoche,” me dijo. “Ellos dijeron que yo era su tío y que de ahora en adelante yo tendría que ser responsable por él”. Osiel se fue a vivir con él. Durante la mayor parte de los 14 años en los que vivió en los Estados Unidos, Pérez soñó con regresar a vivir con su esposa y su familia en Tectitán. Luego de ahorrar suficiente dinero, y a la edad de 54 años, compró un pequeño terreno para cosechar maíz y criar algunas ovejas.
Pérez nos presentó al padre de Osiel, quien vivía media montaña más abajo en un pequeño pueblo llamado El Progreso.
Luego de llegar al final de la pista, la hermana de Osiel, Silsia, nos llevó a través de un trecho de barro por media milla y luego a través un campo de maíz hasta llegar a la casa de adobe con techo de hojalata donde vive su familia. Silsia soltó lágrimas mientras hablaba sobre cuánto extrañaba a su hermano y, cuando estábamos por irnos, nos dio unas semillas de maíz, habichuelas y ayote para llevarle a Osiel, para ayudarlo a recordar su hogar.
El padre de Osiel, Julio López Vásquez, me contó que Osiel creció en una familia grande, jugando al fútbol y a las canicas en medio de los campos de maíz. Desde que tenía 12 años, Osiel viajaba por dos días a pie para trabajar con su padre en una finca de café en México. “Yo le enseñe cómo cortar el café”, dijo López. “Yo le enseñé a trabajar en la finca. Ahí es donde crecieron mis hijos”.
El padre de Osiel nos llevó hasta la casa donde vivían en el 2011 cuando cuatro hombres en una pickup irrumpieron y trataron de secuestra a sus dos hijas.
Mientras Osiel y su hermano trataban de pelearse con los agresores para defenderse, uno de los hombres disparó una escopeta. El perdigón rebotó en las paredes y últimamente la bala se estrelló contra su madre, quien estaba en la cocina, fuera de la casa.
Su madre sobrevivió pero permaneció enferma. Eventualmente sufrió un derrame cerebral y luego murió. “Nosotros estábamos ahí y ella se despertó y nos dijo que nos cuidáramos, que ella ya no podía soportar vivir así”, Osiel dijo. Luego de poner en orden los asuntos familires, Osiel decidió que era hora de marcharse.
Osiel había seguido el camino de una generación entera de guatemaltecos que inicialmente vinieron a los Estados Unidos en los ochentas para escapar la brutal campaña militar que tenía como blanco a los mayas. Luego de abandonar Tectitán, nosotros partimos para buscar un pueblo llamado Lajcholaj donde varios trabajadores de Case Farms habían vivido antes de emigrar a los Estados Unidos. Uno de los trabajadores que conocí en Morgaton, Carolina del Norte, me dijo que cuando ella tenía cuatro años, los militares habían ejecutado ahí a su padre. Yo encontré su caso en un reporte comisionado por las Naciones Unidas. Es el caso número 6,131. Según el reporte, soldados dispararon contra 32 personas, incluyendo a su padre, luego encerraron a 55 personas dentro de una casa donde los golpearon hasta dejarlos inconscientes. Y de ahí incendiaron la casa.
Un pequeño campo de maíz ahora yace donde quedaba la casa.
Tantas personas habían abandonado el pueblo que nos costó encontrar trabajadores con alguna conexión a Case Farms, así que continuamos nuestro viaje a través de las montañas Cuchumatanes.
Uno de los desafíos que yo encontré al buscar a ex trabajadores de Case Farms es que al amanecer muchos de ellos ya habían salido a trabajar en los campos de cultivo. Pero en un pueblo polvoriento llamado Chex, mi racha de mala suerte por fin se rompió.
Un camión de carga se había volcado al costado de una pista de grava y se balanceada al borde de un barranco. Decenas de hombres salieron de los campos para ayudar a sostener el camión con ramas y amarrarlo con cuerdas a unos árboles. Mientras los hombres rodeaban la zona del accidente, yo pregunté si alguno de ellos había trabajado para Case Farms. “Yo trabajé ahí por un año entre 1999 y el 2000”, dijo un hombre. “11 años”, dijo otro. “2003”, dijo otro, mientras asentía con la cabeza. “Seis meses. El trabajo era brutal.”
Chex queda a 45 minutos manejando del vibrante mercado de Aguacatán, donde mujeres vestidas con sus tradicionales huipiles de blanco y rojo venden de todo, desde ajos hasta gansos, mientras los niños se zambullen en las piscinas azules del río San Juan.
A medio camino subiendo la montaña hacia Chex, un cartel dice “Bienvenido a Ohio Street”, en conmemoración a los cientos de pobladores que han migrado de Chex a Ohio, muchos de los cuales encontraron trabajo en Case Farms.
Rafael Calel fue una de las primeras personas de Chex en ir a trabajar a Case Farms, luego de que él y dos de sus primos fueran contratados por la compañía en Fort Myers, Floridas. Ellos se subieron a una camioneta que los llevó a Winesburg, Ohio.
Después de haber estado preocupado por no encontrar a ex trabajadores de Case Farms, ahora súbitamente sentía que estaban en todas partes.
En las afueras de Aguacatán almorcé con otro ex trabajador de Case Farms, Diego López, quien había trabajado en la planta de Morganton y todavía tenía su carnet de identificación y dos camisetas que habían sido parte de una batalla sindical. Una de las camisetas apoyaba al sindicato. La otra decía “Vota por el No.” Su hija trabaja ahí ahora.
En el pueblo de El Manzanillo, donde vi a varios niños cargando sus pupitres en la mañana en camino a la escuela, encontré a más ex trabajadores de Case Farms.
De regreso en Chex fui a la casa de un ex líder sindical de Case Farms. Quería hablar con su padre, pero los vecinos me dijeron que estaba en las montañas cazando coyotes, cuya grasa se cree que puede aliviar el dolor articular.
Uno de los vecinos, Reyna Calel Ajanel, nos llevó a través de un campo de maíz a la casa de otro ex trabajador de Case Farms. Como muchos de los jóvenes que conocí, Reyna dijo que ella quería ir a Ohio, pero su mamá no sabe cómo conseguir suficiente dinero para mandarla allí.
Los guatemaltecos representan el segundo grupo más grande de migrantes indocumentados en los Estados Unidos. En los últimos años, los niños guatemaltecos se han convertido en el grupo más grande de migrantes en haber cruzado la frontera sin la compañía de familiares adultos. Muchos pueblos han construido estatuas a los migrantes, incluyendo mochilas, gorras y botellas de agua para rendir homenaje a aquellos que se han ido.